El pasado 13 de junio, fecha de ominoso recuerdo para el Estado de Derecho en Colombia, la llamada Reforma de la Justicia era ya un hecho fatal. Lo era tanto en el sentido de acontecimiento de ineluctable ocurrencia como en el de accidente catastrófico para la Constitución de la República, cuyo entramado jurídico y axiológico sufrirá el daño de mayor magnitud a que ha sido sometido durante su accidentada joven existencia. El Acto Legislativo envuelve en realidad dos revisiones constitucionales nítidamente distinguibles: una de ellas (artículos uno a nueve) reforma al Poder Legislativo, mientras que la segunda, contenida en el articulado restante, se dirige propiamente a variar al régimen del Poder Judicial. Una y otra entrañan en el aspecto técnico-jurídico un bodrio monumental, en el institucional un desvarío perverso y en el político un escamoteo irreparable a los propósitos que inspiraron hace veinte años la adopción por la comunidad colombiana de una nueva Ley Fundamental.
La contrarreforma del Congreso traiciona el espíritu del 91 porque determina la volatilización de una de las motivaciones cardinales del movimiento popular de entonces y de los propósitos explícitos de la Constitución que fue su resultado: el de transformar el Cuerpo Legislativo, en su operación ya que no en su estructura, mediante la imposición jurídica a la conducta de sus miembros en cuanto tales de la necesidad de reflejar estándares morales rigurosos, materializada por instituciones que constituyen todo un estatuto del congresista y garantizan su imperio. Apeló para ello el constituyente a conceptos jurídicos audaces y novedosos resultantes de la interpretación de nuestra realidad de entonces, y ahora más válidos que en cualquier otro momento, singularmente el refinamiento del régimen de inhabilidades e incompatibilidades, el reemplazo de la secular figura de la inmunidad parlamentaria, obsoleta e inútil en estos tiempos, por un fuero de juzgamiento a cargo del más alto tribunal del país, y la posibilidad de la privación por decisión judicial, en represión de faltas constitutivas de desvíos funcionales del poder del congresista, de la investidura parlamentaria previamente otorgada por el pueblo.
La contrarreforma del régimen del Congreso escondida en la nueva disciplina orgánica y operativa de la sanción de las desviaciones funcionales de los congresistas y de los ilícitos del régimen común en que llegaren a incurrir, niega los ideales de justicia consagrados en la Constitución, pues su disposición objetiva no tiene otro alcance que el de destruir unas instituciones exitosas, justamente porque lo son. Si alguna previsión de la Constitución ha tenido una feliz operancia, es sin duda el juego conjunto del estatuto del personal parlamentario, del fuero y de la pérdida de investidura. Es palmario entonces que no se las modifica para depurarlas, refinarlas ohacerlas más eficaces, sino para todo lo contrario, para frustrar su ímpetu en dirección al cumplimiento de sus fines demostrado abundantemente en el ejercicio real de los veinte años que preceden. La llamada reforma a la justicia, en la parte de su contenido que configura la contrarreforma del Congreso, representa la escandalosa experiencia de los reos que plantaron cara a sus jueces, y, apelando a un monstruoso abuso de sus facultades de reformar el ordenamiento jurídico, consiguieron sacudirse la amenaza de castigo cierto por sus eventuales ilícitos.
Responsabilidades
Asume el Presidente de la República una gran responsabilidad como coautor de la gran devastación que produce en el corpus constitucional de 1991 la forma que finalmente adquirirán sus propuestas iniciales relativas a la estructura orgánica de la administración de justicia más que a su funcionalidad, banales e informes como fueron desde el principio, y, sobre todo, por haber consentido y auspiciado que el trámite del proyecto le plasmara sucesivamente fisonomías distintas y hasta contrarias, al compás de un febril carnaval parlamentario, hasta convertirlo en lo que es en realidad, una Reforma del Congreso que sólo para enmascarar su naturaleza real sigue llamándose Enmienda a las instituciones de la justicia.
El desaguisado es también responsabilidad mayúscula del Congreso que utilizó el vehículo improvidentemente propuesto por el Ejecutivo para demoler las instituciones que, como una característica suya, estableció en su hora la Constitución vigente en busca del alto fin de la moralización del cuerpo de representación nacional y de la actividad política, entre otros instrumentos, mediante el sometimiento directo de la conducta de los legisladores al escrutinio de los jueces, eso sí, reservando la competencia a la máxima instancia, lo que de suyo es una garantía procesal de la mayor eficacia concebible, en respeto al rango del reo.
También es responsable la Corte Suprema de Justicia que con su extraña conducta en este trance hizo evidente su envilecimiento al admitir, impulsada, según todo el mundo sospecha, por el interés concupiscente de algunos de sus miembros, los menos dignos entre ellos por cierto, de recibir de la gratitud parlamentaria una contraprestación indigna, el desarbolamiento de las estructuras a través de las cuales la Nación entera consignó su confianza en ese órgano en procura del propósito de alcanzar con la acción de la justicia los poderes más encumbrados.
Primera vía
Porque esta iniquidad no puede consentirse en silencio, es llegada la coyuntura ciudadana de actuar en dos direcciones: la primera es la que yo mismo estoy intentando en este escrito y en los que seguirán, a saber, la vía del testimonio de que las graves disfuncionalidades y el sacrificio de principios esenciales que implica el Acto Legislativo en ciernes tanto en sus normaciones relativas al Congreso como en el de la desmedrada mudanza de la operación de la Rama Judicial que se refleja en los artículos 10 y siguientes, pudieron ser previstas con un mínimo de conciencia civil, pues la ceguera de los actores de este drama no fue fruto de una deficiencia insuperable del juicio impuesto por la imposibilidad de desentrañar en el contenido de las propuestas su carácter tóxico o su perversidad. Lo deja demostrado para siempre el hecho de que a lo largo y ancho del país múltiples voces denunciaron a tiempo la íntima nocividad de los disparates postulados por el Proyecto de Enmienda y desenmascararon su verdadera faz. El testimonio de los muchos colombianos que nos hemos pronunciado a lo largo del agitado proceso del trámite de la contrarreforma, que adquirió tantas versiones y fisonomías como debates en comisión y en plenaria de cada una de las Cámaras se realizaron durante las dos vueltas del trámite, subraya la inconciencia del Poder Ejecutivo y la mala fe del Congreso.
Tiempo habrá de referirnos a cada uno de los despropósitos incorporados al Acto Legislativo, acaso repitiendo las advertencias que ya fueron cuidadosamente desoídas. Por ahora baste decir que, entre las expresiones de este camino de reacción ciudadana al que vengo invitando, estará seguramente la de participar en el debate que se adelantará ante la Corte Constitucional para puntualizar los vicios de un procedimiento de producción de Acto Legislativo señaladamente sembrado de irregularidades: tal vez en ningún otro caso haya sido tan visible el deportivismo de los congresistas en relación con el “principio de consecutividad” y de la “unidad de materia” pues, como se dijo antes, el zigzag que recorrió la reforma le incorporó tantos contenidos distintos, y en algunos casos antagónicos, como debates debieron ser surtidos en los distintos escenarios del Congreso. La frenética creatividad de los congresistas dio a las propuestas gubernamentales de la reforma a la justicia versiones que compitieron entre sí en cuál lograba empeorar en mayor medida las infortunadas propuestas del comienzo y esa liviandad saturó el proceso de abundantes causales de inexequibilidad.
Resistencia ciudadana
La segunda vía sobre la que llamo la atención de mis conciudadanos se contrae a la resistencia contra los artículos primero a noveno del Acto Legislativo y es la ofrecida por la propia Constitución a la conciencia civil de la masa anónima de electores en aquella aguda previsión suya que acuñó, entre las herramientas de defensa de la integridad de la Constitución, una que no tiene parangón en el Derecho Comparado, según el cual es dable a los ciudadanos mismos, por su propio impulso y sin mediación de autoridad formal alguna, reaccionar contra la reforma a la Carta que en un infausto momento el Congreso emita en detrimento de los valores e instituciones esenciales del conjunto normativo. Con certera anticipación, el artículo 377 previó la inconformidad conque los corruptos para cuya derrota fue emitida la propia Carta experimentarían en el futuro las instituciones establecidas para sujetar a los congresistas a cánones rigurosos de conducta moralmente irreprochable, así como frente a otras materias que en el entramado normativo concebido en 1991 constituyen el núcleo duro de los valores y principios que singularizan la Carta. El instrumento concebido para tal fin, aunque tipificado por las normas constitucionales como una manifestación del Poder de Enmienda se clasifica con la misma propiedad en el elenco de los “derechos reaccionales” propios de las constituciones contemporáneas. La sabiduría del constituyente lo diseñó como un poderoso medio de resistencia legítima de los ciudadanos frente a la intentona de los poderes constituidos en orden a debilitar, deformar o destruir el patrimonio cívico común instalado por la Constituyente en el corazón de su obra. En efecto, caracterizan esta modalidad de referendo constitucional derogatorio tres rasgos: (i) el de pertenecer a los ciudadanos en cuanto tales, sin mediación alguna de organismos de opinión ni de autoridades públicas, pues la Constitución lo organiza como una expresión de democracia directa al disponer que baste la solicitud de apenas el cinco por ciento del electorado para que el referendo deba tener lugar; (ii) el de estar reservada su procedencia a la abrogación de Actos Legislativos, a través de los cuales (iii) el Congreso haya modificado el texto original de las formulaciones constitucionales relativas a los derechos fundamentales, a las garantías de éstos, a los mecanismos de la democracia participativa y al régimen del Congreso, los cuales, de este modo, fueron identificados por la propia Constitución como su esencia misma en ceñida consonancia con las razones que impulsaron en su momento el proceso popular que le sirvió de matriz.
La experiencia del Acto Legislativo en proceso de perfeccionamiento calza con precisión matemática en la hipótesis del artículo 377 en cuanto a sus nueve primeros artículos que se ocupan, como se indicó, no de reformar las instituciones de la justicia propiamente tales reguladas en el título VIII de la Constitución sino de sustituir normas pertinentes a uno de los derechos fundamentales (el artículo primero) y al régimen del Congreso, como se hace evidente en los ocho artículos restantes, relativos todos al título VI.
Óiganlo bien los líderes de las redes sociales, los formadores de opinión exentos de vínculos con los partidos y los poderes, La Silla Vacía, Razón Pública, Plural y la Corporación Excelencia en la Justicia, así como los universitarios que fueron capaces de hacer retroceder el intento de desfiguración de las estructuras normativas que rigen la educación superior y las ONG’s que de veras tengan el Estado de Derecho como razón de su existencia: los colombianos leales al espíritu del 91 tenemos en esta vía referendaria la oportunidad de superar el grave atentado contra lo más íntimo e imprescindible de la urdimbre valorativa y orgánica de la vida republicana implicada en la contrarreforma del Congreso de inminente perfeccionamiento.
La utilización del original y singularísimo medio de resistencia civil construido por la Constitución para habilitar a los ciudadanos a la defensa de su integridad amenazada, constituye en este caso un imperativo de buena ciudadanía.
Bogotá, 13 de junio de 2012.