La historia de la batalla de Trafalgar que tuvo lugar cerca de Cádiz en 1805, y que enfrentó a la alianza naval franco-española con la flota británica comandada por el almirante Nelson, ha sido contada mil veces. Una de las últimas es la magnífica novela que Arturo Pérez Reverte le dedicó a esta épica jornada naval que con el triunfo inglés (aunque ensombrecido con la muerte del almirante Nelson), sepultó las ambiciones de Napoleón para invadir las islas británicas. Y le dio la preeminencia indiscutible de los mares a la Pérfida Albión hasta la segunda guerra mundial.
Por eso no ha dejado de sorprender que en los últimos días la prensa francesa haya calificado como “un nuevo Trafalgar” la cancelación intempestiva por parte de Australia del contrato que por US$50.000 millones tenía firmado con la industria naval francesa para construir 12 submarinos con sistema de propulsión diésel y los más modernos equipos de ingeniería militar para este tipo de submarinos. Hay en Francia verdadera desolación y cólera inenarrable con esta decisión australiana. Detrás de la cual ven las manos de los Estados Unidos y de la Gran Bretaña. Es decir, de un trio anglosajón que ha arrasado no solo con uno de los más jugosos contratos que tenía la industria militar francesa, sino con el honor de la diplomacia gala.
¿Por qué tomó esta decisión el gobierno de Camberra? Todo parece indicar que fue el gobierno de Biden el que forzó esta voltereta a su aliado, ofreciéndole la más moderna tecnología disponible para construir submarinos propulsados con energía nuclear en vez del sistema tradicional. Tecnología que no había compartido hasta ahora Estados Unidos sino con el Reino Unido. Y para que la operación se leyera como una sacada de dientes a los empeños expansionistas de la China en el océano indico y en el pacífico sur.
Es un fogonazo de los nuevos códigos de la guerra fría que, luego de su fiasco en Afganistán, el gobierno Biden en alianza con los gobiernos del Reino Unido y de Australia quiere desplegar ahora contra la China. Que todo indica será el gran enemigo en la guerra fría que vamos a presenciar en los tiempos que vienen. Guerra fría en lo económico, en lo tecnológico, en lo monetario, y naturalmente en las nuevas alianzas militares que se están forjando. Como ésta que ha dado bruscamente a tierra con los contratos ya firmados y con el orgullo francés.
Australia había suscrito todos los tratados internacionales que proscriben la proliferación de armas nucleares en el pacífico sur. Al efecto ha declarado que los nuevos submarinos que se construirán en su territorio con tecnología norteamericana tendrán un sistema de propulsión nuclear (lo cual parece les da un mayor radio de acción y de permanencia en aguas profundas) pero que de ninguna manera los equiparán con ojivas nucleares. De todas maneras, su vecina Nueva Zelanda ya ha anunciado que negará el permiso de navegación por sus aguas territoriales a los submarinos nucleares australianos.
La indignación Francia es inmensa. Ya ha reclamado la solidaridad de la Unión Europea. Y desde el punto de vista diplomático ha escalado su molestia hasta el punto más alto de las relaciones entre países antes de la ruptura de relaciones, que es la llamada a consultas a París de sus embajadores en Camberra y en Washington. Cosa que no se veía desde hace mucho tiempo. Ni siquiera durante las relaciones tormentosas con los Estados Unidos en la época del general De Gaulle.
En Trafalgar el enemigo de Napoleón era la Gran Bretaña. En esta ocasión Francia ha sido la víctima de una nueva modalidad de guerra fría donde el enemigo es la China. En 1805 el desastre de la armada franco-española puso fin a las aspiraciones invasoras de Napoleón. ¿Pondrá término este episodio de los submarinos australianos a las ambiciones expansionistas de la China? Todo parece indicar que no será así. Fue el mismo Napoleón el que alguna vez dijo: “cuando la China despierte Europa temblará”. Y la China ha despertado.