La pronta iniciación de las obras para recuperar el río Bogotá es una noticia alentadora. En Colombia todo es importante menos lo importante. Lo comprueba la tragedia del río, prolongada por décadas, en medio de la indiferencia y la inacción, ocasionalmente interrumpidas por alharacas mediáticas.
La capital vive al lado de un bello regalo de la naturaleza, convertido en una alcantarilla abierta, que empeora todos los días. Desde su nacimiento hasta su desembocadura el hilo de aguas puras se volvió un torrente de pestilencias contaminantes que daña el ambiente por donde pasa, incluyendo a Bogotá, que sufre las consecuencias de su propio descuido.
Al río le caen toda clase de desechos, desde los que le arrojan las curtiembres en sus primeros tramos hasta las aguas negras de las poblaciones que atraviesa. Allí hay de todo menos soluciones. Durante algún tiempo solo se mencionaba el Bogotá a propósito de los suicidas que escogían el Salto de Tequendama para quitarse la vida. Pero hasta los suicidas se olvidaron del río. El refugio turístico y el tren que llegaba hasta el sitio trágico y famoso, cayeron en el olvido. No es necesario hacer el trágico viaje hasta el Salto, ahora es más mortífero tomar un sorbo de las aguas para desaparecer del planeta.
Los archivos están llenos de estudios para la recuperación del río más contaminado del mundo en proporción con su longitud. Están muertos, como el río. Tan olvidados como él.
Las protestas de los habitantes ribereños, incluidos los millones de Bogotá, llenan la otra parte de ese archivo muerto, junto con las promesas de las administraciones locales y los gobiernos nacionales.
Los intentos de remediar la situación no tuvieron continuidad. Ni siquiera cuando un dragado del cauce mostró que lo atascaban desde carrocerías desechadas y maquinaria inservible hasta esqueletos, que podrían ayudar a esclarecer crímenes ahogados en el olvido.
Pero la limpieza del lecho se abandonó y la reemplazaron los discursos. Los estudios envejecen en sus anaqueles. Abundan las multas para los contaminadores. Las endurecen mes tras mes. Las promesas se acumulan y ya no hay nada más por prometer. La ciudad se embarca en otros planes, algunos funestos para sus empresas y letales para la administración. Hasta metro parece que ahora sí tendremos en breve plazo, que pronto se alargará, como siempre ocurre con cualquier obra que se emprenda en la capital.
Todo es importante. Pero más importante que todo es que la gran alcantarilla se limpie, como lo entendió esta Administración, para que no siga envenenando el ambiente y afectando la salud de millones de personas, que sufren el influjo malsano de sus aguas y se alimentan con los frutos de los cultivos que ellas riegan.
A pesar de los desengaños pasados, la construcción de la planta de tratamiento de Canoas encendió una llamita de esperanza. Los pacientes habitantes de la zona de influencia del río, que respiran y comen contaminación todos los días, quieren creer que ésta vez sí se dará importancia a lo importante. El mismo Papa se une al llamado para reconciliarse con el ambiente. Dijo en Villavicencio: “nos toca a nosotros decir sí a la reconciliación concreta; que el sí incluya también a nuestra naturaleza”. Ni el mismo Francisco se imagina como resultan de oportunas sus palabras.