Verdaderos ríos de tinta corren desde hace tiempo respecto de la justicia colombiana que cojea y no llega. No me refiero exactamente a los jueces que sueltan a los delincuentes porque no fueron detenidos in fraganti sino diez minutos más tarde, o por cualquier razón baladí. Me refiero aquí a las altas cortes que ahora son más altas porque están altamente politizadas. Esas cortes que han perseguido desde hace tiempos a los oficiales y soldados de nuestras fuerzas armadas, que han tenido detenido al coronel Plazas por años sin prueba alguna, que por arte de magia transforman un proceso contra el senador Cepeda en uno contra el presidente Uribe a quien llaman a indagatoria con toda clase de vicios de procedimiento, que condenan a Andrés Felipe Arias por un delito que no es delito, que cometen errores -no digo que se confabulen- para que Santrich se escape de una extradición y se vaya fusil en mano a atentar contra Colombia desde Venezuela o que conforman el vergonzoso “cartel de la toga” cuyos protagonistas andan sueltos por vencimiento de términos o fugitivos en el exterior.
En 1936, Piero Calamandrei publicó una obrilla llamada “El elogio de los jueces” que no hubiera podido publicar en Colombia en este siglo XXI porque no hay nada que elogiar. Para el juez, dice Calamadrei, “sentencia y verdad deben en definitiva coincidir; (porque) si la sentencia no se adapta a la verdad (ésta quedará reducida) a la medida de su sentencia”. Y agrega: “Difícil es para el juez hallar el justo punto de equilibrio entre el espíritu de independencia respecto de los demás y el espíritu de humildad ante sí mismo; ser digno sin llegar a ser orgulloso, y al mismo tiempo humilde y no servil; estimarse tanto a sí mismo como para saber defender su opinión contra la autoridad de los poderosos o contra las insidias dialécticas de los profesionales, y al mismo tiempo tener tal conciencia de la humana falibilidad que esté siempre dispuesto a ponderar atentamente las opiniones ajenas hasta el punto de reconocer abiertamente el propio error, sin preguntarse si ello puede aparecer como una disminución de su prestigio. Para el juez, la verdad ha de significar más que la prepotencia de los demás, pero más también que su amor propio”. ¡Esto está a una distancia sideral de nuestra justicia!
Los jueces poseen un “poder mortífero -al decir de Calamadrei- que, mal empleado puede convertir en justa la injusticia, obligar a la majestad de las leyes a hacerse paladín de la sinrazón e imprimir indeleblemente sobre la cándida inocencia el estigma sangriento que la confundirá para siempre con el delito”. Desafortunadamente, son muchos los casos en los que se convierte “en justa la injusticia” y se arrasa con el honor de las personas y, hay que decirlo, con su patrimonio moral y económico.
Las altas cortes constituyen lo que se llama “órganos límites”, aquellos cuyo deber ser no es sancionado y deben cumplirlo por razones éticas, es decir, por puro respeto a la norma. Sé bien que la Constitución ha creado un sistema de sanciones pero son puramente utópicas ya que quienes deben aplicarlas tienen, de otra parte, la garra de las propias cortes atenazada en su garganta.
“¿Quién vigila a los que nos vigilan?”, se preguntaba el poeta romano Juvenal (Sátira 6, I. 347) Y nosotros nos preguntamos: ¿Quién juzga a los que nos juzgan? Esta pregunta se queda sin respuesta para los agnósticos y los ateos que ahora superabundan. Pero para mí que soy cristiano, la respuesta es: Dios.