La etiqueta “economía naranja” se ha popularizado rápidamente en el sector empresarial y entre los medios de comunicación. El campo académico, sin embargo, no parece haberse tomado demasiado en serio su uso. Hace décadas que los debates sobre industrias culturales y creativas se han ganado un lugar en eventos académicos consolidados, pero pocos investigadores parecen dispuestos a usar la etiqueta naranja.
Basta una búsqueda rápida en las bases de datos para comprobarlo. De hecho, un riguroso estudio bibliométrico presentado recientemente (Ospina, Hernández, Londoño y Tello, 2018) compara los usos de las categorías “economía creativa” y “economía naranja”. Su tajante conclusión es que el segundo término se usa apenas marginalmente y siempre referido a una única fuente para su definición, lo que invalida su legitimidad académica.
Esa única fuente en la que se define la economía naranja es el libro homónimo de 2013, escrito por el economista Felipe Buitrago y el hoy presidente Iván Duque. Este libro se presenta como un “manual” y no desarrolla teóricamente la definición. Solo toma la que John Howkins usó en 2001 para definir “economía creativa”: el mercado de bienes y servicios cuyo valor se fundamenta en la propiedad intelectual. Lo de naranja es simplemente porque “el color naranja se suele asociar con la cultura, la creatividad y la identidad”. Parecería una metáfora inofensiva, pero el uso político que se le ha dado nos demuestra que no es tan sencillo.
Con todo y la profusión de eventos gremiales, tampoco en el sector cultural se habla mucho de economía naranja. Allí la etiqueta ha sido recibida con una mezcla de recelo e incredulidad, como si se tratara de un capricho pasajero. Sin embargo, hay sectores políticos y empresariales que están usándola a discreción con un gran impacto para el mercado laboral y en general para el campo cultural. Sin ir más lejos, la Ley 1834 de 2017, que reglamenta la economía creativa y las industrias culturales en Colombia, fue oficialmente llamada “Ley Naranja”.
El problema, claro, no es semántico. El debate de fondo debiera ser sobre las implicaciones, primero conceptuales y luego prácticas, de adoptar acríticamente esta categoría. Por ejemplo, el citado libro de Buitrago y Duque señala ciertas “cadenas de valor creativas” que conectan especialmente con el sector de innovación y desarrollo tecnológico. Y el discurso del emprendimiento, también en boga, ha sido fuertemente asociado al mercado naranja. No debiera sorprender que el ejemplo paradigmático de esta supuesta revolución sea una app: Rappi. Lo que ya no parece tan innovador es el modelo laboral que impulsa, ampliamente denunciado como precario y desregulado.
Que los domicilios de siempre estén en el mismo renglón económico que las artesanías y la programación de videojuegos es, por decir lo menos, desconcertante. Pero lo es más la versión naranja de la política fiscal. Durante la entrega del premio Empresario del Año, que el Diario La República concedió a Simón Borrero, CEO de Rappi, el presidente Iván Duque aprovechó para demandar una reforma tributaria en la que se reduzca la tasa nominal de renta, se deduzca el 100% del IVA en bienes de capital y se desmonte la renta presuntiva.
En ese escenario no puede justificarse el silencio de la academia. Entre más aplacemos el debate de fondo sobre la definición de la economía naranja, más confusión puede causar su indeterminación y más difícil será evaluar su impacto político y económico.
*Director de la Maestría en Estudios de Consumo de la Universidad Central. Doctor en Antropología, máster en estudios culturales y publicista.