Sagrada Escritura
"Amarás al Señor tu Dios..."; "amarás al prójimo...". Éste es el mensaje de la liturgia y la esencia del amor cristiano. Éste es el mandamiento más grande de todos (primero amor a Dios y segundo amor al prójimo), nos dice Jesús en el Evangelio. En la primera lectura, el pueblo de Israel confiesa su fe en el Dios único y, a partir de ella, profesa su amor total y exclusivo a Yahvéh. Jesucristo, nuestro sumo sacerdote, manifiesta lo que enseña ofreciéndose a sí mismo al Padre para salvación de los hombres e intercediendo en el cielo a nuestro favor.
La respuesta de Jesús al escriba que le ha preguntado sobre cuál de entre los 613 mandamientos que existían en su tiempo era el primero y más importante está tomada del Antiguo Testamento. La primera parte la toma del Deuteronomio, correspondiente a la primera lectura de este domingo; la segunda, del libro del Levítico, referida al amor al prójimo (19,18). La novedad del amor cristiano no está en el contenido, ya conocido y revelado por Dios. La novedad se funda en la unión indisoluble entre ambos mandamientos, haciendo de ellos uno solo: "No existe otro mandamiento (obsérvese el singular) mayor que éstos". El amor a Dios y el amor al prójimo no son dos corceles que cada uno corre por su cuenta en el estadio de la vida. Más bien, están uncidos a un mismo carro sobre el cual el hombre corre por la historia y la atraviesa en marcha hacia su destino y su fin en la eternidad. Para que sean cristianos, estos dos amores deben llegar a constituir un único amor inseparable. Este amor cristiano es "nuevo" además porque en él se resumen y estructuran todos los otros preceptos existentes en el mundo judío, como también todos los mandamientos, leyes y preceptos de la existencia cristiana en cada momento de la historia.
El escriba, haciéndose eco de las palabras de Jesús, replica: "El amor a Dios y el amor al prójimo vale más que todos los holocaustos y sacrificios" (Evangelio). Un culto "nuevo" parece insinuarse en estas palabras; un culto, donde los holocaustos y sacrificios no valen por sí, sino sólo en cuanto expresión de amor y en cuanto predisposición para el amor sea a Dios sea al prójimo, o mejor quizá, a Dios en el prójimo y al prójimo en Dios. En este sentido, no importa que el templo de Jerusalén desaparezca, sea destruido, porque donde exista el amor verdadero, el amor "nuevo", podrá continuar el culto "nuevo", en el que las víctimas no serán los animales (toros y machos cabríos) sino el hombre en la profundidad interior de su ser y de su persona.
Si al final de cada día, cada cristiano examinara su conciencia sobre este amor "nuevo" y se propusiese ir progresando día tras día en el amor, la vivencia del cristianismo mejoraría en muchos de nosotros. Lo más significativo de estos dos amores, vertical y horizontal, es que constituyan una cruz y no una cómoda butaca. La experiencia y la vida de Jesucristo nos dicen elocuentemente que el amor cristiano, llevado a sus últimas consecuencias, termina en una cruz. Desde esa cruz el amor se abre a los cuatro puntos cardinales, se hace universal.