De Pedro a Francisco (I)
Para todo ser humano, después del encuentro con la realidad de Dios, acéptesela o no, está, luego, el encuentro con Jesucristo, quien para la mayoría de los humanos es el más grande entre quienes han pisado la Tierra, y el encuentro con su Iglesia, o “comunidad convocante” que Él fundara. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, dijo Jesús (Jn. 14,9), proclamando diáfanamente su propia divinidad, esa su grande realidad, y como piedra sobre la cual se funda su Iglesia (I Cor.10, 4 y Efs. 2, 20). Pero, como Él se ausentaría visiblemente de este mundo, deja como continuador de su presencia en ella, como “piedra visible”, al Apóstol que precisamente proclamara inspirado por el Padre, su mesiánica divinidad (Mt. 16, 13-19).
Allí está el comienzo de esos trascendentales encuentros para cada persona, y que determinarán la orientación que dé a su propio caminar en la Tierra. Allá nos lleva el pensamiento cuando evocamos la lista que se inicia con el apóstol Simón, y los sucesores de éste a quien Jesús daba el nombre de “Pedro”, con profundo significado. De allí seguimos hasta el 266º sucesor que toma el nombre de “Francisco”, con el anhelo de seguir los pasos de sencillez, desprendimiento y fraternidad del “poverello” de Asís, considerado como uno de los que mejor ha reproducido en su vivir a Jesús de Nazareth.
De un Reino que “no es de este mundo” (Jn.18, 36), pero con acción determinante en él, deja Jesucristo como pilares a sus doce Apóstoles, con clara distinción de la primacía de Pedro, con bases terrenas muy débiles pero con una fortaleza espiritual no de arena sino de “roca”, animada por su propia presencia espiritual que la acompañará siempre (Mt. 28,20), y con la luz y vigor que le dará el Espíritu Santo.
Débiles, humanamente, eran los primeros Apóstoles a quienes da el encargo de llevar su mensaje a todas las naciones (Mt. 28-19), débiles y pecadores quienes seguirían dirigiendo a su Iglesia, perseguidos y martirizados ferozmente a través de los siglos como portadores de la ley, de su verdad y vigías de la pureza de costumbres en todas las épocas, pero, pasan los perseguidores, y quienes la desacreditan con sus infidelidades, mas permanece por milenios, comprendida o incomprendida, compuesta por santos que la honran con ejemplar virtud y que le atraen entusiastas seguidores. Compuesta también, por mancillantes pecadores, en menor escala, que alejan de ella almas escandalizadas, señalados por sus enemigos como lo único de mostrar en el seno de ella.
Iniciamos con Pedro, el pescador del Tiberíades, rudo y primario en sus actividades, aun cuando proclame grandes verdades o jure adhesión a su Maestro, sin dinero para dar al mendicante pero rico con su poder de sanación en nombre de Jesús (Hech. 3,6), entregado al servicio de pobres y humildes, adoctrinado por el ejemplo del Maestro que da de comer a multitudes hambrientas y lava los pies en la “Última Cena” (Jn. 13,1-10).
Avanzamos, finalmente, hasta Francisco, el argentino humilde, entremezclado con los más débiles y dolientes, liberado de lujos y de actitudes principescas. Así ha transitado la Iglesia sus 2013 años, y sigue siempre allí Jesús, “luz de las naciones”. (Lc. 2, 32) y “signo de contradicción” (Lc. 2,34). Avanza perennemente entre quienes reciben y siguen su salvífico mensaje, y entre quienes creen hacer “avanzar” el mundo quitando los diques a la corrupción y al libertinaje que Él y ella le han ofrecido a la humanidad. De Pedro a Francisco, un permanente servicio, hecho siempre con amor, diáfanamente a quienes lo agradezcan o tapen sus oídos a su salvifico mensaje (Continuará).
*Presidente del Tribunal Ecco. Nal.