Dos realidades
Hablemos de eutanasia (II)
Al hablar sobre “eutanasia”(eu-thantos), nuestro primer paso fue entonar un himno a la vida. Refrescamos la bella realidad comentada por Juan Pablo II en su gran encíclica “El Evangelio de la vida”, al aludir a la creación que culmina con la obra más excelente del mundo visible: el ser humano. Se halla en él la vida, que es participación de la del Creador, con lo cual ya podía Él descansar (n. 35 d).
Antes de hablar de “buena muerte”, era preciso hablar de cuanto ésta vendría a cortar: “la vida”. Se destaca, así, el significado de esas dos realidades, de por sí enfrentadas, pero ante las cuales el ideario del creyente es diametralmente opuesto al de quien no es iluminado por la fe. Los creyentes nos encontramos ante unos seres humanos creados “en estado de inocencia y de gracia”, que disfrutan de ellas en la medida de su obediencia al Creador (Gen. 2,5-15). Pero, dio Dios, a ese ser y de vida tan preciada, unos preceptos bajo grave conminación de que si desobedeciere: “morirás sin remedio”(Gen. 3,3).
Ante esa opción de los humanos, de obedecer órdenes divinas, o, por soberbia y ambición, dejarse llevar de insano anhelo de “ser como dioses” (Gen. 3,5), reciben de Él, por ello, la condena anunciada: la muerte. Entra así, frente a la “vida” la realidad “muerte como salario del pecado” (Rom. 6,25). Pero, con sabiduría y bondad divinas, convierte Dios tal situación en camino de nueva vida humana, con el envío del propio Hijo que se haría miembro de la familia humana, quien lograría, con su misión redentora, victoria sobre el demonio y la muerte.
Entra, entonces, lamuerte entre las realidades del existir humano, con trofeo inicial de victoria, pero, con la muerte y resurrección de Jesucristo, queda vencida. Esto hace exclamar a Saulo de Tarso: “¿En donde está, oh muerte, tu victoria?” (I Cor. 15,55). Al saber, por solo raciocinio humano, que el alma humana es espiritual, y de allí que sea inmortal, y que nuestro vivir no termina en la muerte física, estamos seguros de que hay un más allá en donde recibiremos el premio definitivo según la manera como hayamos manejado la vida terrena. Sobre esto dice S. Pablo: “Sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es Dios, y en Él una morada eterna” (II Cor. 5,1).
En esa perspectiva, los creyentes, con seguridad y alegría, afrontamos la vida y la muerte, algo que alegres compartimos a todos los humanos. Por ello hablamos de la vida como algo “sagrado” recordado por Juan Pablo II en su mencionada encíclica. Por ello consideramos como opuesto a los planes divinos señalar el suicidio, en cualquier circunstancia, como “muerte digna” y como “derecho” opuesto a aquel querer del Dador de la vida. Por ello ante el dolor, por agudo que sea, apreciamos su dignificación al unirlo al dolor redentor de Jesucristo, e invitamos a convertirlo en merecimiento ante Dios en expiación de los propios pecados y de toda la humanidad. Somos conscientes de vivir, generosamente, cuanto decía a San Pablo, al unir nuestro dolor al del Crucificado: “Completo lo que falta a la pasión de Cristo es mi carne” (Col. 1, 24).
Creemos en la libertad que Dios ha dado a los humanos, pero dentro de los limites de sus leyes, con el precepto “no matarás” (Ex. 20,13), cuyo fiel cumplimiento es salvaguardia del linaje humano. Abrir paso al suicidio asistido, por más justificaciones que se le quieran dar, es tentadora incitación a jóvenes, y aun a niños, cuando, con mente desorientada e inmadura, se acuda a él para evitar dolores, que, pensar insano, engrandece. En lugar del valiente enfrentamiento al dolor y a la vida, que ojalá sea protegida por las leyes, les abren las puertas, irresponsablemente, con esas justificaciones, a lamentable derrota.
*Presidente del Tribunal Ecco. Nal.