Mirada al Pontificado Romano
El 29 de junio, fiesta del Apóstol y primer Papa, San Pedro, es ocasión propicia para echar una mirada al significado no solo para la Iglesia, sino para el mundo entero, del Pontificado Romano. Es evidente, para sabios e iletrados, la existencia de Dios, Creador del universo, y, allí, del ser mas importante, el humano, “creado a su imagen y semejanza” (Gen. 1,26).
Dios, en su bondad y poder infinitos, para reparar el pecado de la humanidad envió a su propio Hijo. Ese Hijo de Dios, hecho hombre, cumple su misión redentora, entrega a los humanos el mensaje del Padre celestial, muere en la cruz y resucita, y, para llevar adelante la obra que ha iniciado, funda su Iglesia, y, a la cabeza de ella, dejó como primer Vicario suyo a Pedro, sencillo pescador de Galilea. Allí comienza la historia de quien moriría en Roma dando valiente testimonio de fe y amor en Jesús, Redentor de la humanidad, y dejando su sucesión apostólica en esa gran capital del mundo.
En la gran odisea de aclimatar en la Tierra los dones y planes de Dios, iniciada por Jesucristo y su apóstol Pedro, encontramos siempre el entremezclarse de lo humano y lo divino. Un Rey que nace en un pesebre, pero es reconocido en esa cuna por grandes de la Tierra, un Salvador que se deja enterrar como un grano de trigo (Jn. 12,24) para salir de allí a dar indecibles frutos de salvación, un organizador de un Reino sin fronteras (Jn. 18,30) poniéndole como fundamente débiles capitanes pero fortalecidos con la gracia de lo Alto.
Desde el mismo Pedro ha habido en los dirigentes de este Reino de Dios grandes flaquezas hasta nuestros días, pero esa obra de Dios, su Iglesia, ha desafiado el transcurrir de los siglos, pues Jesús le empeñó su palabra: “Yo estaré con ustedes, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28.20). Grandes obras se han ejecutado en Roma, como las realizadas a favor y defensa de la ciudad por un S. León Magno (440-461) o un Gregorio Magno (590-604), o un Gregorio VII con reclamo de la autoridad pontificia al interno y externo de la Iglesia (1073-1085), o un Julio II (1503-1515) con sus monumentales y artísticas obras que han inmortalizado la ciudad. Hemos tenido páginas oscuras, escritas por el vivir de algunos Pontífices, y por sus áulicos que no faltan aun en este Reinado espiritual, inmerso en carne frágil, páginas que se complacen en resaltar amargados escritores, pero son apenas lunares al lado de tantas muestras de grandeza, unidas a la esplendente santidad de al menos 50 Papas, con formidable balance de bondad y de efectiva labor en el Pontificado Romano.
En los últimos tiempos, manifiesto e indiscutible servicio han prestado, también, los papas, desde un León XIII, con verdadero “evangelio social” como es su Encíclica Rerum Novarum, o un San Pio X revificador del espíritu de piedad en la Iglesia, o un Pío XII de gran ciencia y santidad proclamado “defensor de la ciudad” en medio de las calamidades de la II Guerra Mundial, con gran ingratitud calumniado y vilipendiado por gratuitos y mentirosos detractores. Inigualable la labor de esos magníficos papas Juan XXIII, Paulo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y el feliz y admirablemente reinante Papa Francisco.
No necesitan nuestros papas aplausos ni incienso, pero, ante tantos vociferantes, en especial porque estos pontífices no le abren paso a liviandades y aun crímenes que quieren ver implantados en nuestros días, así sea con retroceso a épocas cavernarias, bien está poner de relieve los magníficos aspectos del Pontificado Romano, en la fiesta al pescador Simón Bar Iona, convertido en “Pedro”, a quien le diera Jesús las llaves del Reino de los Cielos (Mt. 16,17). Admiración y gratitud debe la humanidad a nuestros papas, que al igual que Jesús, en su gran mayoría, han “pasado por el mundo haciendo el bien”. (Hech. 10,38).
*Presidente del Tribunal Ecco. Nal.