Ante el don sagrado de la vida (VI)
En medio de los confortantes sentimientos cristianos en la Navidad y Año Nuevo, con los mejores deseos para nuestros amables lectores, es satisfactorio estar culminando el repaso de las enseñanzas del gran Juan Pablo II sobre la dignidad excelsa de la vida humana, en su Encíclica El Evangelio de la Vida.Es cumbre de este recorrido llegar a hermosa situación de salir del egoísmo de disfrutarla solo personalmente, a cultivarla para bien de todos los humanos. Actitud que tiene por recompensa expresado por el propio Jesucristo: “A mi me lo hicisteis” (Mt. 25,40).
Hacia el final de este magistral documento, pregona de nuevo el Papa el deber de difundir este “anuncio y fuente de gozo” (n.78) impulsado, a ello, por sentimiento similar al de S. Pablo:“¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (I Cor. 9,16). Esta afirmación contundente del valor de la vida de los humanos, algo proclamado desde el principio de la Encíclica, es que la gran misión del Hijo de Dios hecho hombre es darnos “vida en abundancia” (Jn. 10,50). Ejemplo de ofrenda de ella, por bien de los demás, la da el mismo Jesús al asumir nuestra naturaleza humana, para estar en íntima comunicación con nosotros (n.81 a), dar su vida por nosotros, con un amor inmenso” (Jn. 13,1). Son preciosas realidades que llevan al Papa, a reafirmar que como gran consecuencia de todo el Evangelio es que; “la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable”. (81 b).
Es insistente el Papa en saborear verdades que la Iglesia, asume y difunde sobre la vida humana, y exclama: “¡Somos el pueblo de la vida!”, y “hemos sido redimidos por el amor de la vida” (Hech. 3,15) (n.79 a). Ratifica: “Somos enviados a estar al servicio de la vida, que no es para nosotros una vanagloria sino un deber” (n.79 b). Exclama, todavía, y con gran fervor, que este maravilloso anuncio es una “novedad sorprendente” (n.87 ac).
Siguen en este último capítulo una serie de aplicaciones prácticas para un aterrizaje en el vivir diario de las grandes verdades expuestas a lo largo de la Encíclica, como estilo feliz de“vivir la vida”, como celebración del Evangelio. Señala, que esto se logra, especialmente, “en la existencia cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo” (n. 86 a), dentro del espíritu al servicio enseñado ya por S. Pablo de ayudarnos unos a otros en este caminar a la luz de la fe (Gal. 6,2) (n.88 a). Como exigencia de ese vivir está el realizarse dentro de claros y firmes principios, y, como ejemplo de coraje, destaca el Papa la exigencia de no dejarse llevar a lo prohibido por Dios y la conciencia, y, por ello, sin temor a las hostilidades o la impopularidad (n. 82 a), “ejercer la objeción de conciencia”, ante presiones contrarias a ellas (89 c).
Es de destacar que tiene esta gran Encíclica un marcado tinte social, y, de allí, los llamados, hasta el final, a dar “formas de animación social”, con invitación a ello a toda la ciudadanía, y, en especial a legisladores y gobernantes (n. 90 b). Pero ante leyes que no estén en esa línea sino de atroz facilitación de muertes de inocentes, dice rotundamente el Papa: “Una norma que viola el derecho natural a la vida de un inocente es injusta, y como tal no puede tener valor de ley”. (n.90 c). Dentro de líneas positivas, no podía faltar en esta enseñanza pontificia destacar la trascendental misión de la familia llamada a ser cuna de vidas y escuela de hijos bien formados, con atención amorosa a los ancianos, y no tumba de hijos por nacer. (n. 93ª) 94).
Como respuesta a las reiteradas y bien financiadas campañas abortistas, invita Juan Pablo II, al lado de revitalización de normas legales y constitucionales, al estudio y práctica de cuanto nos enseña en el “Evangelio de la vida”, y al empeño, así, de crear una soñada “ciudad de los hombres” (n.101 a).
*Presidente del Tribunal Ecco. Nacional