El 2019 nos avisaba sobre el malestar social con el río creciente de las protestas desde Chile a Colombia y de París a New York. Agenda diversa pero unida por el descontento con los desiguales resultados del desarrollo y la calidad de vida. Y en el centro, la denuncia sobre lo que se considera como la incapacidad de los estados y los gobiernos para responder adecuadamente a las demandas y recuperar la confianza con resultados. Tal situación para los analistas también es reflejo de la insatisfacción con la democracia. Y he aquí uno de los reales riesgos de estos tiempos: la deriva autoritaria.
Desde los 90’s la crisis de la democracia representativa se ha agudizado, pese a las reformas. Los partidos políticos y sectores de la burocracia estatal, en muchas partes, parecen ya no representar sino sus propios intereses, mientras la distancia con la ciudadanía crece. Además de que subsisten problemas endémicos como la corrupción, la criminalidad y la debilidad del Estado, los gobiernos se han vuelto más refractarios a la crítica y a la oposición; inclusive la rendición de cuentas parece más un monólogo. Según el informe 2020 de la Universidad de Cambridge sobre la democracia, la insatisfacción global es de 57%; en América Latina de 77%; y en Colombia 3 de cada 4 personas están insatisfechas.
La pandemia agrava la crisis y merece un análisis más amplio. Sin embargo, también demanda una respuesta más solidaria, pues efectivamente la democracia representativa a través de los partidos es exigua y el espectáculo que ha dado el Congreso, en el caso de Colombia, en medio de la actual crisis dista mucho de estar a la altura de las circunstancia. No se pueden seguir tomado decisiones solo con los partidos, se necesita abrir de verdad la puerta a la gente, es el espíritu de la Constitución del 91.
La emergencia y las medidas restrictivas han propiciado globalmente recorte de libertades y con ello, de deliberación y participación en las decisiones. La crisis como escenario de necesidades crecientes y urgentes exacerba las tensiones sociales y por supuesto, la legítima protesta, incrementando la demanda de diálogo y respuestas, es apenas comprensible; y pone a prueba democracia y gobiernos.
Sin embargo, quienes se aferran a la mera democracia representativa y sus vetustas formas suelen entrar por el camino fácil de las teorías conspirativas, las descalificaciones buscando ahogar las demandas y propuestas, desviando la mirada hacia infiltrados, vándalos y conspiraciones socialistas; todo ello desvirtuado con el ejemplo reciente de la Minga indígena.
Además, los movimientos sociales no buscan con las manifestaciones ganar elecciones y llegar al Congreso -democracia representativa- sino tener voz propia, ser escuchados e incidir en las decisiones -democracia participativa y deliberativa-. Ello requiere reconocer al otro. Lo importante no es solo que la gente proteste pacíficamente, sino que se dialogue, se participe, se delibere. Es decir, que se reconozcan y traten los problemas y las respuestas. El Gobierno y otros actores relevantes como los gremios económicos no deben buscar descalificar a quienes legítimamente se manifiestan y plantean sus demandas. Es momento de avanzar hacia un estadio de mayor desarrollo democrático.
@Fer_GuzmanR