MARÍA CLARA OSPINA | El Nuevo Siglo
Miércoles, 9 de Octubre de 2013

La destrucción de las abadías

 

Recorrer  Inglaterra es recorrer su historia. Por estrechos caminos, en algunos casos trazados hace siglos por celtas, anglosajones, romanos, o  normandos, se topa uno con misteriosos monumentos prehistóricos, castillos y fortalezas medievales, magníficas catedrales y palacios, además de encantadores pueblos, donde vivieron algunos de los escritores y poetas más importantes de la lengua inglesa.

Sin embargo, nada impresiona tanto como las ruinas de las abadías, su historia de cultura y brillo y su posterior tragedia. Lo llenan a uno de tristeza y de preguntas las ruinas de  esas inmensas y majestuosas construcciones de las que solo quedan algunos colosales marcos de piedra tallada, vitrales hoy sin cristales, como gigantes con ojos vacíos. O quizá algo de la nave central de su catedral, con el cielo como único techo. O sus altares y capillas destrozados, o los retazos aún erguidos de las torres de los campanarios, o de los arcos del claustro hoy desiertos de monjes y colonizados por palomas, cuervos y ardillas.

Entre 1536 y 1540,  el rey Tudor, Enrique VIII, asesorado por Tomás Cronwell, descargó su furia contra el Papa, quien se negó a anular su matrimonio con Catalina de Aragón y a reconocer su nueva alianza con Ana Bolena, ordenando la disolución o supresión de los monasterios.

Las ricas y poderosas abadías, centros de conocimiento y de poder de la Iglesia Católica, se habían convertido en atractivos bocados para el Rey y sus seguidores, quienes encontraron una excusa perfecta en la reforma religiosa que proclamaban, para tomar su control.

Muchas abadías, catedrales e iglesias, que se negaron a reconocer a Enrique VIII como cabeza de la Iglesia, fueron destruidas, sus monjes asesinados o desterrados, la mayoría de sus bibliotecas y libros, su mayor tesoro, quemados y sus riquezas materiales, tierras, utensilios religiosos, obras de arte, hasta las vigas metálicas y las piedras de sus construcciones, saqueadas por los nobles, amigos del Rey, quienes las utilizaron para hacer sus palacios. Las rentas que correspondían a estas comunidades, pasaron a enriquecer las arcas de la corona.

De todas las que se visitan, para mí la más impresionante por su tamaño y la elegancia conmovedora de sus ruinas, es la Abadía de las Fuentes, en Yorkshire, a un día de camino de Londres hacia el Norte. Localizada en medio del valle de pinos del rio Skell, pleno de  venados y faisanes, lo que queda de su claustro, catedral, refectorio y enfermería es magnífico. Fundada por los benedictinos en 1132, en tres años pasó a la comunidad cisterciense. La eficiencia con que fue administrada la hizo una de las más ricas abadías del país, algo fácil de reconocer al contemplar sus ruinas, la excelsitud de los restos de su catedral, claustro, sala capitular, refectorio, la casa del abate y la enfermería.

Cada abadía, las que fueron destruidas y las que sobrevivieron intactas, está rodeada de historia y leyenda, su visita es siempre fascinante. Aun, su visita a través de un libro o un computador nos llena de imágenes de otras épocas interesantes de revivir.