En febrero celebramos, con mi familia, los 100 años de vida del Cardenal José de Jesús Pimiento. Ese día, al terminar la reunión, escribí:
"Posee una lucidez envidiable, ligero de equipaje terrenal y con la conciencia plena de cuidar cada uno de los pasos que da hacia el encuentro definitivo con el Creador. Encuentro que imagina, gracias a la figura que le compartió un amigo sacerdote: “echado plácidamente, como un perrito, a los pies de Dios padre”.
Vive a plenitud minuto a minuto, abandonado a la voluntad de Dios. Siempre consciente de ser vehículo dócil para permitirle al hermano ver a Cristo en él. Permanece atento al otro. Escucha con el corazón. Como Cardenal Emérito, ha sido muy elocuente con el silencio público. Es un fiel escudero de la madre Iglesia, pero al interior no deja de señalar sus debilidades, de manera directa y argumentada.
Decrece en la Eucaristía para hacer visible a Cristo. Por eso rodea de celo y amor sacramental cada uno de sus pasos. Durante un retiro Hospital de Campo, en Bucaramanga, celebró la Eucaristía para los reinsertados presentes, de todos los grupos armados. Su homilía combinó de manera magistral la necesidad de justicia y de misericordia. Firmeza y amor. Autoridad y acogida. Cada uno de los presentes se le acercó con infinito respeto para recibir su bendición”.
Todo en él era fragilidad, caminaba despacito, conservando un delicado equilibrio. Consciente de su dependencia física de la ayuda de otros, los trataba con infinita dulzura. Mientras le daban la mano para apoyarse o lo ayudaban a ponerse un saco, él entablaba, agradecido, diálogos cercanos que rozaban lo confidencial. Su lucidez mental decantada, crecía con los años. Era inversamente proporcional a la fragilidad de su cuerpo.
Conocía la realidad como ninguno, la estudiaba, dialogaba con especialistas y después la pasaba por el cedazo de sus convicciones más profundas, a las que nunca renunció. Tenía plena conciencia de su lento caminar hacia la muerte terrenal, por eso consagró cada segundo, cada latido de su corazón a "Cristificarse", a dar el fiat de su voluntad para que fuera Jesús, quien lo habitara.
Conquistó una de las gracias más preciadas: la humildad. A este logro contribuyó su nombramiento como Cardenal Emérito a los 95 años. Su primera reacción humana fue la depresión.
¿Cómo era posible ejercer esa dignidad con la casi inutilidad de su cuerpo envejecido? Acudió a expertos en comportamiento, pidió todas las ayudas humanas para reencontrarse, finalmente, con el Dios al que consagró su vida, que ya no necesitaba su cuerpo sino su alma.
Cuando le pregunté sobre cómo era ese santificarse en vida, me respondió con un hermoso libro "Sintonía con Cristo" de Michel Esparza. Me dijo: "léelo lentamente...medita con él, invoca al Espíritu Santo”.
Cuando me enteré de su muerte, experimenté una inmensa alegría interior. Tuve certeza de ganar un amigo intercesor en el cielo. Busqué los apuntes sobre nuestras conversaciones y en la Eucaristía de despedida en el convento de sus amigas, las hermanas Bethelemitas, recordé la frase bíblica que más citaba: “Pues para mí, el vivir es Cristo y el morir es ganancia” (Filipenses 1:21).