El acto de posesión de Gustavo Petro no respondió del todo a las expectativas de los sectores más radicales del Pacto Histórico, ni a las incertidumbres de quienes votaron en su contra, o a los deseos de quienes anhelaban razones para iniciar una oposición desde del juramento presidencial. El llamado a la unidad aportó apaciguamiento en un escenario que muchos consideraban edificado para servir de primer campo de batalla. Si bien dejó en claro la profesión de fe del mandatario, hoy denominada progresista, sugirió la apertura de diálogos con los sectores nacionales y regionales que pudiesen fructificar en acuerdos que enriquecieran las políticas del gobierno, como acto de oportuno reconocimiento de la complejidad de la tarea que le espera. Algo va de la emotividad de las banderas de la campaña a las responsabilidades históricas que acechan al gobernante.
Con el paso de los días, no solamente tendrá que impulsar en el Congreso los proyectos legislativos para dar forma a su mandato, sino también resolver los conflictos que ya afloran en el Cauca y pueden extenderse a otras regiones, que deben resolverse sin menoscabar derechos legítimamente adquiridos, porque su resolución determinará el talante, la capacidad de convocatoria y de resolución pacífica del ejecutivo. La gobernabilidad es su primer reto, porque de ella se derivan participación, seguridad, justicia y credibilidad, pilares de la legitimidad democrática. Son los primeros desafíos que se confrontan y de sus desenlaces dependen los factores que incidirán en el fortalecimiento o decaimiento de los valores de la democracia.
Por ahora la prolijidad de iniciativas anunciadas no se han aún acompañado de elaboraciones que aporten claridad sobre sus finalidades y contenidos. La paz, que nos ha sido tan esquiva, se pretende alcanzar hoy con carácter total, pero carece aún de las definiciones conceptuales y de las herramientas que la hagan posible, duradera y fecunda en reconciliación y solidaridades de todos los sectores nacionales. Cerrar el ciclo de violencia que nos ha acongojado por décadas y ha menguado el ya precario control del territorio por el Estado, no puede lograrse solamente con la aplicación de los conceptos hasta ahora utilizados, máxime cuando su combustible es el narcotráfico, que obliga a la correcta caracterización de los grupos delincuenciales y lleve a su sometimiento, garantice el desmonte de las rentas criminales e impida la aparición de nuevas organizaciones adictas a tan rentable actividad. La erradicación del narcotráfico exige el desmantelamiento de los carteles internacionales que no puede lograrse sin acuerdos de seguridad y salubridad hemisféricos que involucren primordialmente a los Estados Unidos. Es tarea previa e ineludible y corresponde a la cancillería y sus embajadores que, ojalá cuenten con idoneidad semejante a la del embajador designado para los EEUU, para no vernos condenados a repetir una tragedia empoderada.
El tiempo corre inexorablemente y la insistencia en derivas ideológicas no son aconsejables. Las reformas propuestas no deben reproducir experiencias fallidas en el pasado. De su capacidad de innovar y respetar los valores democráticos dependerá en buena parte el futuro del gobierno.