En mi artículo anterior elaboré sobre cuatro verdades que confirman la diferencia radical de la persona humana y los demás seres vivos en el mundo: las ideas, los fines, la conciencia y la libertad; estas son espirituales, son verdad, indiscutiblemente; negarlo es pretender tapar el sol con las manos.
Nosotros intuimos y comprendemos: convertimos en ideas abstractas lo que percibimos por los sentidos: vista, oídos, tacto, y a partir de estos, intuimos, comprendemos y adquirimos una presentación interna de lo exterior. Esto es convertir la realidad concreta en ideas abstractas, que después descomponemos en nociones, que combinamos y expresamos en palabras. Así alcanzamos una representación de la realidad dentro de nosotros: reconocemos lo nuevo en el marco de lo que ya conocíamos y captamos sus relaciones, reconocemos las relaciones que guardan unas partes con otras, y las podemos expresar en frases. Además, cada frase es el conocimiento de una parte o una relación entre las nociones que hemos elaborado.
Estas experiencias y las ideas que se refieren a nosotros mismos: nuestras vivencias y nuestras convicciones, nuestro pasado y las aspiraciones futuras, forman parte de nuestra identidad personal. Gracias a la menoría sabemos quiénes somos, cual es nuestro lugar en el mundo, cuáles son nuestras relaciones con las otras personas, con las instituciones y con las cosas, que hemos hecho y que queremos hacer. Si las perdiéramos, perderíamos nuestra identidad como personas humanas.
El paso siguiente es reconocer que el corazón humano -una especie de nube invisible, que no ocupa espacio, dentro de nuestro interior- es una parte muy importante que demuestra personalidad: más que nuestras convicciones, tenemos inclinaciones y somos seres que queremos querer. Aunque, en Occidente, este tiene un tufillo racionalista, que de alguna manera desconoce la realidad de la conciencia y prefiere hablar de la inteligencia y la voluntad: así, la voluntad es iluminada por la inteligencia y en la sensibilidad de los sentimientos, impulsos y afectos. Perdiendo, tristemente, de vista la profunda unidad del ser humano, expresándose como si su espíritu estuviera desencarnado.
Claramente, este enfoque se queda corto. Desconoce que el corazón es el componente más noble y justo de la persona humana, el que se alegra ante los bienes espirituales: la verdad, la belleza, la nobleza, la justicia, el amor. Así las cosas, el primer indicio para saber que algo es bueno lo da el corazón: se trata del campo estético, el universo moral: conoce el amor como respuesta a la bondad de las personas. Reconoce intuitivamente muchas cosas como bueno y noble hasta las que interesan a los instintos, entre las que la inteligencia puede analizar: porque el hombre puede terminar privilegiando lo que considera útil y priorizar la voz del corazón, reconociendo lo que es noble. Esta es verdad verdadera del hombre.
No obstante, lo que no nos atrae, no nos agrada, lo que no es sensible o llamativo, y lo demás material lo tomamos como malo. Este es el origen de las pasiones: la inercia del cuerpo hace que los sentimientos (estímulos) vayan terminando lentamente. Pero, las relaciones afectivas, sensibles, se esfuman poco a poco. Este es el supuesto amor que termina con lágrimas y crujir de dientes.