Todos parecen coincidir en que la vacuna contra el covid-19 no puede ser obligatoria; a nadie le pueden exigir un pinchazo, eso iría supuestamente contra las libertades públicas. Sin embargo, lo que sí se puede hacer es restringir el accionar de aquellos que no se quieren vacunar. Nadie te obliga a vacunarte, pero no puedes entrar a bares, estadios, teatros, restaurantes y muchos otros sitios. Y, lo que es peor, si no te quieres vacunar te puedes quedar sin trabajo porque nadie está obligado a compartir un espacio tan importante con alguien que no se quiere inmunizar. No solo prima tu salud, sino la de los demás.
A estas alturas, esa parece ser la opción más viable para lograr que un buen número de personas que están reacias a la vacunación acepten poner el brazo y cooperar con el cubrimiento necesario para alcanzar la inmunidad de rebaño. Una alternativa que se está discutiendo en todo el mundo, porque no es un asunto que solo nos atañe a nosotros. El recelo contra las vacunas ha crecido en todo el globo fomentado por falsas noticias difundidas sin ninguna restricción en las redes sociales, haciendo que cada vez haya más personas que se niegan a la vacuna. ¿O serán simples casos de tripanofobia, el miedo irracional a las inyecciones y las agujas?
Tras año y medio de pandemia sorprende que aún se mantengan las mismas teorías de conspiración que se difundieron desde el inicio y que, peor aún, tales teorías se refuercen y aumenten en número. Habría que preguntarles a quienes creen en esas necedades -como que la vacuna es para matar a la mayoría de la población mundial o para esterilizarla-, si creen que quienes están detrás de semejantes propósitos, siendo tan poderosos, no podrían alcanzarlos inoculando esas sustancias en el agua, la leche, el aguardiente, la cerveza o diversos alimentos que consumimos a diario.
Es verdaderamente vergonzoso que después de haber provocado 15.000 muertes a raíz del llamado paro nacional -según cálculos realistas del Ministerio de Salud-, venga Gustavo Petro, el mayor impulsor de los desórdenes, a hacer política barata con el tema de las vacunas poniendo en duda su efectividad a pesar de que él mismo debe haberse vacunado ya. Todo con la pretensión de que la reactivación económica tenga sus tropiezos y no se logre retornar a la llamada normalidad, que es la única que ofrece las condiciones necesarias para el crecimiento económico y la inclusión de unas mayorías que han sufrido la desgracia de caer de nuevo a condiciones de pobreza o de pobreza extrema. Por eso, también, el sindicato de profesores se opone tan férreamente a reiniciar las clases presenciales insistiendo en que la mayoría de los planteles educativos del país no ofrecen las condiciones de bioseguridad necesarias para garantizar la salud de estudiantes y educadores, sin importar que los menos favorecidos son los más perjudicados por la no presencialidad. Son doblemente cínicos porque el peligro del contagio no les importó al convocar a las marchas, incluso pasando por encima de una decisión judicial que las prohibía.
Hasta ahora se impone la visión de quienes advirtieron desde un comienzo que esta pandemia tardaría entre dos y tres años para esfumarse, mientras que los más optimistas creíamos que se iría a los anales de la historia con las luces postreras del 2020. Y una de las razones es que la vacunación no avanza con la premura que se esperaba, en tanto que los nuevos picos y las nuevas variantes están a la orden del día moviéndose al vaivén de las reactivaciones y la indisciplina que descarta las mascarillas y el distanciamiento social. Bienvenida, entonces, una obligatoriedad encubierta y simulada, pero efectiva. Una necesidad perentoria, a menos que algún laboratorio anuncie la buena nueva de haber desarrollado el medicamento infalible que reduciría el covid-19 a la categoría de una simple “gripita”; una de esas pastillas que venden sin fórmula médica hasta en las cajas de los supermercados. ¿Cuándo será?
@SaulHernandezB