Doy Gracias a Dios por la Fe. ¡Que dicha creer! ¡Qué felicidad percibir el abismo que hay entre nuestra capacidad de razonamiento y la verdad! Verdad que intuimos por el vacío insondable que experimentamos como seres humanos y que no lo llena nada conocido. Que dicha tener la certeza de que se ignora mucho más de lo que se conoce, que el universo entero sigue abierto para quien quiera correr el riesgo de desacomodarse y explorarlo desde la humildad y el asombro.
Qué dicha reconocerse frágil, vulnerable, incompleto, inacabado, profundamente necesitado de Misericordia. Poder descansar en la certeza de que es otro quien me sostiene, quien lleva las riendas y sólo me pide un Fiat, para poder experimentarlo. Porque a Dios es posible experimentarlo. El hombre es capaz de Dios. ¡Basta un sí!
Un sí que empieza por aceptarse uno mismo, por quererse tal y como se es, por tratarse con amor y no con el látigo implacable de nuestra propia conciencia, que nos debilita. Es un buen tiempo para descender despacito por los abismos de nuestra oscuridad interior, sin miedo a conocernos, reconocernos y aceptarnos como criaturas con posibilidades infinitas, con cuerpo, mente y alma, aún inexplorados. El instante siguiente puede ser el comienzo. Siempre es posible renacer. Volver a empezar. Vaciarse de todo lo preconcebido. Convertirse en cuna, para acoger una nueva vida: La propia.
Si es cierto que Dios nos habita ¿por qué no lo encontramos? En un libro escrito por la monja carmelita Mary McCormack, encontré una respuesta: “porque Él nos habita en las moradas más profundas de nuestro ser y si no lo encontramos es simplemente porque nosotros no estamos ahí”
Que dicha despojarnos de la certeza del tener y del saber. Aceptar el desafío de escuchar al otro con el corazón. Correr el riesgo de conocerlo, de quererlo y de extenderle la mano.
¡Hay tanta sed de Dios en la humanidad! Tantos deseos de salir de la soledad, de encontrar compañeros de camino, de confiar en otros. Y ¿cómo hacerlo? Silenciando la razón, acallando los imaginarios, permitiendo que el movimiento hacia el otro, preceda al pensamiento. Y una vez frente a él, tampoco hay que pronunciar palabra, sólo escucharlo. Dejar que la compasión teja el lazo que nos identifica y nos hace hermanos. Permitirle sentirse vivo, al comprender que hay otro que se interesa por su dolor, por su historia. Que hay otro que con su silencio orante le hace saber que es una criatura central en la historia de la humanidad, que no está solo, que existe Otro.
En estos días, al celebrar el nacimiento de Jesús, este hermoso salmo nos despierta a Su presencia:
El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día a día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Allí le ha puesto su tienda al sol: él sale como el esposo de su alcoba, contento como un héroe a recorrer su camino. Asoma por un extremo del cielo, y su órbita llega al otro extremo: nada se libra de su calor. (Salmo 18)