El Salvador es nuestra pesadilla
El Salvador es hoy la advertencia apocalíptica de lo que podría ser la Colombia posconflicto, si se firma la paz, o lo que terminará siendo frente al poder expansivo de bandas criminales (léase Bacrim, Úsuga y los centenares de células innominadas que pululan a lo largo y ancho de nuestro territorio).
Llegar a San Salvador es entrar súbitamente al imperio del crimen desencadenado. Creo que en tiempos recientes y en asocio de lo que constituyó Pristina, capital de Kosovo, en la posguerra yugoslava, Kigali, capital de Ruanda, después del genocidio histórico, y lo que es hoy Trípoli, capital de Libia, la capital salvadoreña no tiene paragón. Tampoco este pequeño país que muestra hoy uno de los niveles de violencia más altos del mundo y la tasa de homicidios más elevada de todo el hemisferio americano. Casi 60 anuales por cada 100 mil habitantes.
Visitar rápidamente Honduras y El Salvador -una literal dupleta del desorden y el caos institucional- produce horror. Si hace poco más de una década el entusiasmo anunciado por la paz creó un enjambre de empresas norteamericanas, europeas y asiáticas interesadas en mano de obra abundante y competitiva, lo que hay ahora son decenas de despachos jurídicos prestigiosos buscando la forma de dar fin a contratos de inversión.
El Salvador es gobernado por dos bandas ante las cuales la peor basura cinematográfica de Hollywood se queda corta. Salvatrucha y Barrio 18 son dueñas y señoras del país. Han paralizado el sistema de transporte ante tarifas extorsivas que rompieron la capacidad económica de usuarios y empresarios. Algo parecido a los hermanos Moreno Rojas en Bogotá: robaron todo, incluso los fondos que no habían llegado. Sus ejes de trabajo criminal son, además de la extorsión, el secuestro, la prostitución, el contrabando humano, el robo de vehículos, el narcotráfico y el atraco bancario.
Este fenómeno muy grave viene presionando nuevamente las tasas de desplazados que no aguantan los ciclos de movimiento interno. Su punto de destino es el ingreso ilegal a EE.UU. a través de la frontera con México. Grave y doloroso es que se trata fundamentalmente de desplazados menores, según me lo dejaron ver directivos de las fundaciones Cristosal y Children of the Night, vinculadas a las iglesias Anglicana y Episcopal.
El Banco Mundial estima que el crimen e inseguridad en El Salvador cuestan a la economía cerca del 10.8 por ciento del PIB. En el resto de América Central 7.7 por ciento, lo cual coloca a la región por encima de Irak, Afganistán y Libia. Una realidad dramática que toca a las puertas de nuestras fronteras y nos advierte lo que puede llegar a ocurrir a Colombia.
El Banco Mundial prevé que 10 por ciento de reducción en la tasa de homicidio salvadoreña elevaría el ingreso per cápita en un 1 por ciento. Estimativo que enseña los dividendos jugosos de paz conjugada con seguridad.
Es necesario preguntar qué ocurrió. El BID se comprometió hace más de una década en programas de reforzamiento institucional -me lo expresó el empresario, expresidente y actual alcalde de Guatemala- Álvaro Arzú Irigoyen- en su región. Los programas no sirvieron en nada salvo para pagar salarios a inútiles burócratas de la institución especializados en autopromoverse y vivir de fondos públicos. Los lagartos de profesión que sirvieron antes de ayer a narcotraficantes, aprovecharon ayer a organismos multilaterales y hoy presupuestos diplomáticos.
El Salvador y Honduras son el espectro que debemos temer con o sin paz. El reforzamiento de la seguridad territorial es por esta razón un imperativo que no puede desfallecer y el propio Presidente de la República debería reintegrar cerca de su despacho las altas consejerías dirigidas en su hora por Sergio Jaramillo y Francisco José Lloreda: el desafío de la seguridad no morirá.