Eclécticas filipinas
El fervor inmenso que rodea la visita el Papa Francisco a
Filipinas obliga a ejercer de observador de oficio del evento
histórico. Muestra que este país conserva intacta una
fe cuyos desafíos modernos vienen siendo respondidos por
Bergoglio, cuyo carisma sencillo permite apreciar aquí en
Asia la segunda edición de un Pontífice cosmopolita.
El Papa llega a un país reverdecido y optimista que dejó atrás
la tiranía de los Marcos y Estrada y parece por fin afianzado
en mecanismos democráticos. Manila, ciudad más densamente poblada del mundo -casi 25 millones en su área metropolitana- se ha convertido en los últimos 10 años en
verdadero magneto financiero global sabiendo capitalizar en
su beneficio la incertidumbre que rodea a Hong Kong. Pasig y
Makati, centros financieros de Manila, alojan inmensos
centros comerciales y hoteles, rascacielos y restaurantes,
arquitectura futurista, que nada envidian a Doha o Dubái. Filipinas acaba de pasar a India como principal centro global de tercerización comercial e industrial. Tiene hoy la mayor producción de semiconductores y circuitos integrados en el mundo y compite ya en la manufactura de electrónica sofisticada. La economía está en la fase alta de la transición de la agricultura y la minería a segmentos fundados en capital humano.
Con una de las poblaciones más fuertemente educadas y entrenadas dentro y fuera, las remesas no son ya renglón esencial de la balanza de pagos pero siguen teniendo peso importante. El gobierno de Gloria Macapagal bautizó este segmento desprotegido OFW (Overseas Filipino Workers) constituido en agente institucional de la defensa de un reglón de trabajadores que no se debe quedar en simple estadística de la cuenta de transferencias en la balanza de pagos.
Así, Filipinas está en medio de una transformación radical que viene poniendo freno a la pobreza y generando convivencia donde ha habido enfrentamiento entre cristianos y musulmanes en el sur del archipiélago.
En el norte, donde se percibe más notoriamente la presencia hispánica que duró tres siglos, he llegado a Vigan, una de las siete ciudades maravilla del mundo. A diferencia de la arquitectura de Mindanao, en el sur, donde conviven las decoraciones de vegetales tropicales de estirpe indígena con dragones y leones chinos y, en los rincones, efigies de santos católicos, en Vigan se encuentra en toda su efervescencia, casi intacta, la arquitectura hispánica. Más exactamente antillana, que recuerda a La Habana, Santo Domingo, Cartagena de Indias y Veracruz.
Es necesario recordar aquí la historia: Filipinas fue parte del Virreinato de Nueva España y era desde Ciudad de México donde se interpretaban las Leyes de Indias que regulaban la hechura de construcciones. Llegaban vía Pacífico no Atlántico y fue este corredor el broche que cerró el círculo al maltrecho imperio de Felipe II, en cuyo honor se llamó el archipiélago.
Vigan fue llamada Ciudad Fernandina en honor del hijo mayor del monarca. Por esta genuina hermosura se camina en calles empedradas, con tañido de campanas de templos católicos en el vecindario, y faroles del siglo XVIII. Una de ellas, la calle Crislogo tiene a sus costados las casas de los ricos comerciantes que construyeron el tráfico comercial Acapulco-Manila, verdaderos precursores de la Alianza Pacífico. Un barroco atenuado y discreto es la herencia de España en estas Filipinas esencialmente eclécticas. O mejor sería llamarlas perpetuamente sincretistas y adaptables. Aquí se da la más pacífica cohabitación global, tras acuerdos exitosos de paz, entre musulmanes y cristianos. Adaptabilidad que se expresa ahora en toda su magnitud cuando las Filipinas, pasados los colonialismos, parece haber absorbido lo mejor de ellos. Una de las economías más fuertes del mundo en la próxima década según Standard & Poors.
Y Vigan, una Cartagena sin jet set. ¡Regalo de Dios!