Para creer en los libros sobre España en América es necesario conocer, de buena fuente, lo que encontraron los conquistadores y colonos en las primeras décadas. Pero muchos autores vendiendo ideologías -aprovechándose de la ignorancia de sus lectores- están cambiando la historia con una desfachatez vergonzosa: robándole la riqueza de su patrimonio histórico a los hispanoamericanos. Como cuando afirman que los españoles exterminaron a los pueblos nativos.
Estos ocultan que la dieta de los Muiscas era de una pobreza inimaginable: maíz y papa. La fauna la habían acabado siglos antes del descubrimiento de América y la variedad de frutas y verduras con que se alimentaban se podía contar con los dedos de las manos, por esto su pequeño tamaño físico, y sus escasas defensas orgánicas que afectó la salud de muchos por el contacto con los europeos.
Además, las guerras entre tribus eran el pan de cada día, como la guerra entre Atahualpa y su hermano, que mermó la población Inca a su mínima expresión. Ahora, que los españoles se llevaron todo el oro también es una imprecisión, España si financiaba sus guerras con el oro de América española, pero tampoco había todo lo que se dice, y hoy los mineros, ilegales, siguen haciéndose ricos con el oro que queda.
Y como negar que España nos dejó lo que más valoraba: su fe y su idioma. O que nos legó: su arte; unió su sangre con los nativos en calidad de iguales, los preparó intelectualmente sin reservas. Trajo a América una colosal variedad de frutos que hoy consideramos como propios: la naranja, el mango, la piña... También nos trajeron las aves de corral, el caballo y el ganado de carne que hoy nos alimenta... Lograron aclimatar el trigo al clima de las montañas andinas. Aseguraba la buena conducta, hasta tres generaciones, de quienes pretendían establecerse en el Nuevo Reino (un hermano de Santa Teresa de Jesús fue uno de los autorizados a venir). Fundaron innumerables villas, como San Junípero Pio fundador de la mayoría de las ciudades de California, hoy USA, y San Pedro Claver salvador de miles de esclavos traídos por comerciantes (no españoles).
¿Cuál exterminio, cuando, a partir del milagro de la Virgen de Guadalupe se convirtieron entre ocho a nueve millones de indígenas, sin coacción alguna -siendo que el rechazo al cristianismo era general– hasta la intervención directa María en el Tepeyac, en 1539, cuando se le presentó a un indiecito, Juan Diego, y le dice Juanito el más humilde, soy la siempre Virgen María […] es mi ardiente deseo que se construya aquí una iglesia para que pueda mostraros mi amor, compasión, ayuda y protección […]? Juanito ¿no estoy yo aquí que soy tu madre? […]? Resulta que cuando Juan Diego abrió su ruana (como de fique), ante el obispo, para mostrar la verdad de su mensaje, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe apareció vestida como un princesa indígena, en cinta, con un sin número de símbolos de su mitología y señales astronómicas que solo entenderían los indígenas.