El odio
El jueves y viernes de la semana que acaba de pasar han quedado grabados en la memoria de los habitantes de Bogotá, como de los más violentos que les ha tocado vivir. Algo así, cuentan los mayores, no se veía desde el 9 de abril aquél en que mataron a Gaitán como parte de “la violencia” que aún no termina.
Locales destruidos y saqueados. Almacenes arrasados. Vidrieras rotas. Estaciones de Transmilenio totalmente dañadas. Policías antimotines absolutamente desbordados. Y, una horda de encapuchados agrediéndolos y rompiendo todo lo que hallaban a su paso, fue lo que tuvimos que padecer en el centro de la ciudad y lo que debieron soportar igualmente los habitantes de sectores tan distantes entre sí, como Bosa-La Libertad y Suba-La Gaitana.
Tan dantesco espectáculo fue el resultado que dejaron cientos de vándalos que armados de piedras, palos, varillas y con los rostros convenientemente cubiertos, se infiltraron en las marchas del “Paro Agrario Nacional”, para dedicarse simplemente a romper todo lo que encontraron a su paso.
Así como en París en octubre y noviembre de 2005, unas imprudentes declaraciones del entonces ministro del Interior Nicolás Sarkozy llamando “escoria” a quienes protestaban por la muerte de dos jóvenes, agravaron los disturbios que dejaron un balance de más de 1.500 automóviles quemados y pusieron en jaque al Gobierno francés, en Bogotá, la desafortunada frase del presidente Santos despreciando la importancia y seriedad de la protesta, al referirse al “tal paro agrario”, terminó radicalizando a sus organizadores y partícipes.
Más allá de la causa que detonó la furia de los atacantes, lo cierto es que el de los vándalos destructores es un fenómeno que debería tener más que preocupadas a las autoridades y a la misma sociedad colombiana.
Que verdaderas hordas de muchachos, menores de edad la mayoría, se dispongan y organicen cuidadosamente con el único y definido propósito de romper, destruir y golpear lo que hallen a su paso, es más una consecuencia que una causa de la problemática. La marginalidad social de miles de jóvenes de barriadas populares que se sienten sin futuro es la que alimenta ese deseo anárquico de vengarse mediante la violencia contra todo aquello que ellos no tienen o contra esa Policía que los acosa y maltrata en sus barrios y que es lo único que han conocido como Gobierno.
El Estado y la clase dirigente tendrían que ver esas manifestaciones violentas con verdadera alarma y deberían estar buscando soluciones a las causas de tanta marginalidad juvenil. Una sociedad no puede simplemente arrumar a sus jóvenes pobres en barriadas lejanas, sin empleo ni educación útil y preocuparse de ellos solo para reclutarlos con destino al servicio militar obligatorio o a grupos armados ilegales.
El tema puede terminar en verdaderas masacres cuando sean confrontados por los dueños de los negocios, en ejercicio de su derecho de defensa. Un noticiero daba cuenta de que en Bosa-La Libertad, los comerciantes terminaron armándose de palos, bates y varillas para defender sus propiedades, porque se rumoraba una avalancha contra sus locales.
Una nueva guerra, paradójicamente azuzada por los mismos que están sentados discutiendo la paz.
@Quinternatte