¿Es posible imaginar un escenario donde se encuentren victimarios de todos los grupos armados: Farc, AUC, ELN, agentes del Estado, y víctimas de minas, tomas de poblaciones, secuestro, asesinatos, desapariciones, reclutamiento forzado y atentados terroristas?
¿Es posible imaginarlos mirándose a los ojos y escuchándose unos a otros?
¿Es posible ver mezcladas sus lágrimas de indignación, rabia y profundo dolor entre abrazos de compasión?
Sí es posible.
Son escenas de la vida real. Las viví lejos de los escenarios políticos impuestos de la polarización, del perdón exigido por decreto a las víctimas y de la entrega de las instituciones por pedazos...
Partiendo desde el puerto de la desesperanza, recibí el regalo inmenso de viajar, una vez más, a las profundidades del alma de un grupo de colombianos heridos, cansados, adoloridos, mutilados en el cuerpo y en el alma, purificados por el dolor. ¿Cómo fue posible? Por los caminos de la fe en Dios, profundamente arraigada en las entrañas del pueblo colombiano. Esa misma fe que hoy es objeto de desmantelamiento sistemático, desde las mismas esferas que pregonan "la paz".
Caminamos desconfiados, bordeando abismos de memorias de muerte y las periferias existenciales de la soledad y el abandono. Miradas huidizas y sin brillo, evitaban encontrarse. Los invitamos a deponer las barreras, a descargar temporalmente los odios y prevenciones, para escuchar al otro con el corazón. Para ejercer, como lo llama el Papa Francisco "el apostolado de la oreja".
Mientras una víctima narraba su desgarradora historia de orfandad, originada por un grupo guerrillero que fue asesinando uno a uno a los cuatro miembros de su familia, su papá, su mamá y sus dos hermanos, para apropiarse de sus tierras, se empezaron a escuchar sollozos ahogados entre quiénes escuchaban. De repente un grupo de exguerrilleros se puso en camino hacia el dolor de esta mujer. Experimentaron “la gracia de la vergüenza” y la compasión. Se fundieron con ella en un sólo abrazo cerrado, íntimo, desgarrador, con los rostros hacia adentro, hacia el profundo abismo de sus dignidades heridas. El de la víctima a la que le fue arrebatada su dignidad y el del victimario quien hirió su propia dignidad de hijo de Dios, al dañar a otro.
Uno de ellos, alto, fornido, pidió ser escuchado. Entre lágrimas viajamos a su infancia, presenciamos la desaparición de su padre, el despojo de sus tierras, el desplazamiento, su vida como "jefe de familia" y reciclador a los 9 años, hasta su reclutamiento en las filas de un grupo armado. Vivimos la muerte de su mejor amigo, presenciamos las dificultades de un niño para arrastrar el cuerpo de su compañero y enterrarlo en una fosa. Lloraba a cántaros, a cántaros de lágrimas reprimidas durante años, en que las creyó secas. Todas las mamás presentes quisimos volver nuestros brazos cunas para protegerlo.
Estos son los "Hospitales de Campo" de los que habla el Papa Francisco, hospitales de guerra, donde se suministren los primeros auxilios espirituales, donde se sanen dignidades heridas, con la medicina de la Misericordia.