HORACIO GÓMEZ ARISTIZÁBAL | El Nuevo Siglo
Domingo, 29 de Septiembre de 2013

El Papa Francisco y el becerro de oro

 

Todas  las declaraciones de derechos clásicos parten del principio de que los “hombres nacen iguales”. Con esto se quiere decir que la desigualdad económica, moralmente es reprochable. Sin embargo, la realidad de la naturaleza y de la vida demuestra que las personas llegan al mundo en condiciones diferentes unas de otras. Abundan los superdotados, los audaces, los ambiciosos, los millonarios de cuna, los poderosamente dotados en lo físico y en lo cerebral, también encontramos pusilánimes, discapacitados, acomplejados, tímidos, débiles físicos y mentales, pesimistas, perezosos y zánganos. Las predisposiciones de nacimiento proyectan al ser humano en uno u otro0 sentido. La desigualdad es inevitable y la inequidad, a pesar del intervencionismo de Estado, prolifera por doquier.

Frente a la riqueza difieren criterios. Multitud de comunistas han expresado tajantemente que la propiedad es un “robo”. Algunos fundamentalistas repiten: “La riqueza es un delito y el rico es un delincuente”. Ni tan cerca que queme al santo, ni tan lejos que no lo alumbre. El bienestar económico, producto del ahorro metódico, del trabajo tenaz, de la creatividad y del sacrificio, es un premio merecido. El Papa Francisco en Cagliari, capital de la isla italiana Cerdeña, expresó: “Luchemos contra el ídolo dinero, contra un sistema sin ética, injusto, en el que manda el dinero”. El dinero en sí mismo, ni es éticamente censurable, ni políticamente endosable. Todo depende de la manera como se acumula el oro y el fin social que cumpla. La economía misma tiene dos soportes básicos: el capital y el trabajo. Los  tratadistas financieros afirman que el capital es trabajo acumulado y concentrado. El dinero es fuente de infinidad de logros vitales. La riqueza asegura la supervivencia, el techo, la vivienda, la medicina, el estudio y toda clase de necesidades esenciales. Lo que el Papa critica es el abuso en cualquiera de sus formas.

La codicia desbordada puede convertirse en veneno individual y social. El que tiene ganas de algo, con frecuencia se deja dominar  por la violencia del deseo. El codicioso vive en estado permanente de ansiedad, es  un ser disparado fuera de sí, siempre a la  búsqueda de bienes materiales. El afán de riqueza ha convertido al hombre en lobo contra el hombre. Se aplica el aforismo pernicioso de Maquiavelo: el fin justifica los medios. Para el inescrupuloso el dinero representa todo. Con el billete se compra y se vende el poder, las mujeres, la gloria, el placer. Con el dinero se contrata al sicario y se santifica el crimen. El dinero abre las puertas de las cárceles, somete voluntades, domina funcionarios, doblega poderosos y arrasa obstáculos. Para algunos el dinero lo puede todo, lo permite todo. El dinero es una realidad de doble cara. El dinero desde luego, es una modalidad, un instrumento de cambio, una necesidad. Su valoración depende del uso que se haga de él desde el punto de vista moral.

Cuando participa directamente en la actividad de los hombres que trabajan para realizar y desarrollar la creación, el dinero alcanza cierta dignidad y nobleza. La pasión descontrolada por el dinero llena los baúles de oro, el cuerpo de úlceras y la conciencia de remordimientos. Aunque el dinero es neutro, es también la llave de toda posesión. Excita el deseo, lo transforma en necesidad, suscita la obsesión de tener cada vez más. El dinero provoca la envidia, el orgullo, la soberbia, el machismo, el dinero desnuda los malos instintos.