Políticas penitenciarias
Hace algunos años, en una mesa redonda sobre el tema carcelario en la Universidad La Gran Colombia, le oí decir a Víctor Manuel Páez Guerra: “Las prisiones se inventaron para corregir, no para corromper, para resocializar y no para destruir. Y nada dignifica tanto como el trabajo, la educación y la enseñanza”. Esto es verdad. Pero en Colombia “patria de leguleyos”, se cree que todo se arregla expidiendo leyes y más leyes. Hacer códigos es fácil; formar buenos guardianes y buenos funcionarios de prisiones es mucho más difícil. Esto, desde luego, es lo esencial. El mayor problema del penitenciarismo, el factor primordial para el éxito o el fracaso de la empresa correccional, es el personal carcelario.
En Colombia se ha progresado en la lucha contra el crimen. Claro que los obstáculos son enormes. La destinación presupuestal es limitada, la infraestructura hasta hace poco tiempo era totalmente obsoleta e incapaz de recluir a tanto detenido. Teníamos panópticos para 20.000 reclusos cuando la población carcelaria había subido a 50.000 cautivos. En regiones con poca saturación criminal, los sumariados han sido concentrados en cárceles modernas y seguras. Así se maneja mejor el presupuesto. Y, lo más importante, que por encima de todo se cumpla el mandato legal de rehabilitar y readaptar.
No ha sido fácil pasar de las cárceles-cavernas o socavones, a construcciones decorosas. No hay que olvidar que el procesado es un hombre con dignidad, miembro de una familia, elemento clave en una empresa o unidad económica y su suerte le interesa al Estado y a la comunidad. No es posible reformar hombres en lugares que parecen cloacas.
La higiene, la disciplina, el silencio, el buen ambiente moral y social deben imperar. Hay que ayudar a resolver los grandes problemas del país. A quienes se empeñan en aportar soluciones hay que estimularlos. Los colombianos somos buenos para criticar, pero pésimos para vincularnos a programas redentores que sean ayuda, cooperación y desprendimiento.
Hoy no se habla de enfermedades sino de enfermos. De la misma manera hay que insistir más en el delincuente, que en el delito. Como penalista he dicho y repito: “La solidaridad del defensor es con el hombre, no con el delito”.
La delincuencia se reduciría convirtiendo los centros de reclusión en lugares de adiestramiento y capacitación. Y esto se puede alcanzar con médicos, psiquiatras, pedagogos, psicólogos, trabajadores sociales, alfabetizadores y líderes cívicos.
En el tratamiento del recluso conviene incrementar los sistemas de semi-libertad. Urge igualmente aumentar las causales de excarcelación para los infractores sancionados con penas no muy largas, siempre y cuando el sindicado no registre antecedentes por delitos intencionales graves.
La generosidad con el cautivo, no es asunto aritmético. Debe asentarse sobre una medida valorativa de la personalidad. Lo sistemáticamente represivo ya no rige. Hay infractores que jamás deberían ir a una cárcel y hay criminales tan peligrosos, que jamás deberían ser excarcelados.