El error
En el torrente de mapas enredados, explicaciones jurídicas complejas y discursos patrioteros a raíz del fallo de la Corte de La Haya, es probable que pasemos de agache lo más obvio: Colombia no ha debido ir al juicio, y ahora que perdió tiene que resignarse.
El primer hecho es dolorosamente elemental: uno no va a un pleito cuando no tiene nada que ganar y además tiene la manera de no ir. Imagínese que usted tiene mil pesos y yo le propongo que juguemos a los dados, con esta condición: si salen pares, usted me da cien pesos, si son impares, usted no me da nada. Nadie con dos dedos de frente aceptaría el juego, así la condición fuera que si yo saco pares cinco veces seguidas usted me paga tan solo un centavo. Pues eso fue lo que Colombia hizo: en el mejor de los casos, el fallo nos hubiera dejado como estábamos.
La pregunta es entonces si hubiéramos podido negarnos a aceptar la competencia de la Corte. En este punto había juristas -comenzando por los 15 magistrados de La Haya- y argumentos muy sólidos -comenzando por el famoso “Pacto de Bogotá”- para decir que Colombia tenía que someterse al tribunal. Pero también había juristas -comenzando por López Michelsen o el Consejo de Estado- y había argumentos, así no fueran tan sólidos, para negarse a concurrir ante ese tribunal. Subrayo que no importa que los argumentos fueran muy sólidos, porque en estos asuntos se trata de tener una versión plausible o “presentable” ante la comunidad internacional. A diferencia de un ciudadano particular que es llevado ante los jueces por la policía, los Estados tienen un margen de discrecionalidad, tal vez indeseable porque se presta a abusos de poder, pero usado con mucha frecuencia por muchos países (piense no más en Bush o en Israel).
Pero no tengo necesidad de apelar a esos extremos. Aunque los argumentos no hubieran sido tan sólidos, el Gobierno de Colombia estaba convencido de que sí eran sólidos, y por consiguiente tenía la obligación de no ir a La Haya. Laprueba de que había esa convicción es sencilla: el 21 de julio de 2003 y de nuevo el 11 de julio de 2007, Colombia sostuvo que la Corte no tenía jurisdicción para ocuparse del asunto. Si eso dijimos, tenía que ser porque los argumentos nos parecían convincentes -es decir, que Colombia no debía ir al juicio-. Pero, muy a la criolla, lo dijimos dentro del juicio, es decir, después de haber aceptado que la Corte sí era competente. El nuestro es un país de abogados…incompetentes.
Y pasó lo que tenía que pasar: perdimos. Lo cual me lleva al otro hecho de bulto: tenemos que resignarnos. Colombia aceptó la jurisdicción de la Corte, y los fallos de la Corte son “definitivos e inapelables”. No hay recursos legales: el de “aclaración” no sirve de nada y el de “revisión” no tiene cabida. Llamar a Panamá, a Costa Rica y a Estados Unidos para que nos apoyen en estos recursos es volver a negociar los tres tratados… en condiciones de más debilidad.
Y, sobre todo, pasó que nos quedamos sin una “versión plausible” para seguir ejerciendo la (poca o mucha) soberanía que ejercíamos sobre un mar que ya no es de nosotros. El Gobierno ahora admite que, de encima, Nicaragua podría reclamar 200 millas de plataforma continental, y que otros países “podrían seguir en línea”. La solución que estudian nuestros juristas es denunciar el “Pacto de Bogotá” y retirarnos de La Haya, es decir: patalear cuando el daño está hecho…y de paso perder la esperanza de algún día demandar a Venezuela (que por supuesto no ratificó el dichoso pacto) con argumentos parecidos a los de Nicaragua.
Nos queda el espectáculo del presidente Santos que “rechaza partes” del fallo, del expresidente Uribe que “pide rechazarlo” por entero, de congresistas que proponen cambios en la Constitución, de responsabilidades diluidas con el cuento de que esta fue la posición de 10 gobiernos anteriores, y de un país cuya clase dirigente nos enseña que la ley no se cumple cuando no nos conviene.