PUERTO LIBERTAD
Más ventana y menos muro
Hay una consigna que por salud mental -individual y colectiva- uno tarde o temprano debería adoptar; y mientras más temprano, mejor.
Me refiero al propósito personal (nadie más puede lograrlo por uno) de ser capaz de encontrar en cada día, en cada diálogo, en cada persona que se le cruce por el camino, algo valioso y rescatable.
Es una consigna que sirve a la vez como bálsamo y vacuna, y que sin pretender apuntarle a la inexistente fórmula de la felicidad, sí ayuda a percibirnos como criaturas más positivas, y a erradicar el tono gris que se va apilando en nuestras líneas de expresión.
Si de todas maneras hay tareas que debemos cumplir y personas con las que tenemos que interactuar; si hay dolores inevitables y fracasos irreversibles, ¿por qué no inventarnos una coladera de pesares y aburrimientos, y que pasen inexorables los chorros de pequeñas o grandes tormentas, y nos quede la posibilidad de conservar siempre algo bueno en el cedazo?
Llevo muchos años (sin duda más de los que hubiera querido) asistiendo a talleres casi todos bastante ingenuos y clonados, en los que se pretende que uno abrace a desconocidos, le cuente sus penas al que no tiene nada que ver, y escriba al final una carta de pseudocompromisos que muy posiblemente jamás cumplirá.
Pero quizá lo menos emocionante y productivo de esos mal llamados encuentros (rara vez me han servido para encontrar algo), no radica tanto en la dinámica, en el instructor o en el grupo, sino en la propia actitud de uno mismo frente al evento per se. Así es que al más reciente decidí ir con otro chip. Si de todas maneras yo tenía que estar ahí, pues intentaría que valiera la pena.
Llevé mi coladera imaginaria, y me dispuse a filtrar mañas y escepticismos, y a conservar para los demás y para mi, algo gratificante. Y se logró.
Y eso es extrapolable a cientos de situaciones de la vida cotidiana. Tener una mirada más predispuesta a lo útil que a lo estéril, a lo placentero que a lo deprimente, a lo inteligente que a lo torpe, no va a evitar la tercera guerra mundial, ni descubrirá la vacuna contra el SIDA; pero nos ayudará a ser más solución que problema, más escuela y menos cárcel, más ventana y menos muro.
De todas maneras el tiempo pasa, las células mueren y nos cansamos de algunas cosas; pero ése no es el problema: lo malo no es envejecer, ni tener arrugas en la piel. Lo triste es tenerlas en el ánimo, en la memoria, en los afectos.
Lo grave es permitir que la indolencia, la tristeza o la ira abran surcos en el corazón propio y ajeno, y que desprovistos de los salvavidas que nosotros mismos no hayamos sido capaces de construir, nos hundamos en las arrugas del espíritu. Personalmente, son las únicas arrugas que me interesa evitar.
De las otras me siento orgullosa, porque son el “confieso que he vivido” con la piel como testigo.