Las comunicaciones cruzadas entre el Presidente Juan Manuel Santos y el expresidente Álvaro Uribe comprueban, una vez más, que en procesos tan complicados como la búsqueda de paz en Colombia, la programación del tiempo es determinante. Muchas veces una mentira es solo una verdad que se asoma en el tiempo equivocado y un error es un acierto extemporáneo, y como en medio de la confusión brotan los resultados contradictorios, los actores terminan chapaleando en arenas movedizas y la verdad se mimetiza tras la propaganda.
Era obvio que si se podía tratar con la subversión, con mayor razón podía conversarse con la mayoría de colombianos que tenían objeciones. Era más fácil hablar con un partido político constituido y actuante dentro de la legalidad que con una guerrilla especializada en turbar el orden público por más de cincuenta años.
Los partidos políticos legales y sus jefes son interlocutores localizables sin dificultad, no hay que realizar complicadas operaciones para desplazar a sus voceros hasta ciudades extranjeras, ni andar implorándoles ayudas internacionales precisamente a los auxiliadores y simpatizantes de la guerrilla, ni montar una compleja red de asesores para que se ingenien la mejor manera de soslayar la Constitución y de retorcerle el cuello a la justicia. No había que sacar los guerrilleros del monte para hablar con ellos, bastaba caminar los cien metros que van del Palacio de Nariño al Capitolio y comenzar los diálogos.
Nadie podría negarle este servicio al país.
Pero era necesario hacerlo desde el principio, para que todos los sectores de opinión tuvieran la oportunidad de expresar sus ideas y presentar sus propuestas. Si la invitación llega al final, no es una invitación sino un informe de lo acordado sin presencia de quienes solo al final son llamados a conocer lo que ya se convino.
Llamar al uribismo para que se siente con los negociadores de La Habana y contarle cómo son los acuerdos, puede ser considerado bueno en abstracto. Hacerlo al comienzo del proceso para tomar en cuenta sus opiniones habría sido un acierto indudable. Hacerlo ahora es inevitable que despierte suspicacias ¿se trata de un acercamiento desde “el fondo del corazón” o una movida estratégica que evidenciaría menosprecio por el interlocutor?
Tener un frente unido en las conversaciones de La Habana habría facilitado la formación de un gran consenso nacional, quitado presión a las exigencias de los bien asesorados voceros de la guerrilla y desactivado la peligrosa polarización. Si podía hacerse ¿Por qué no se dio este paso a tiempo? Realmente ¿A qué público va dirigida la carta? ¿Para quedar bien con quién?
Ahora, al demostrarse que era factible, vendrían las discusiones sobre puntos concretos de los acuerdos, reabriéndose la discusión que la mesa considera cerrada. Porque si no hay corrección viable ¿para qué las reuniones con Uribe. Y si es posible rectificar, ¿regresaríamos al primer día de los encuentros en Cuba? Es decir ¿Borrón y cuenta nueva?
Esta propuesta de Santos, ¿Es un globo de ensayo con fines propagandísticos, la respuesta a una exigencia internacional o una invitación sincera “desde el fondo del corazón”?