En 1948, la trágica experiencia de la Shoá motivó la adopción de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, reconocido desde entonces como crimen internacional. Hasta ahora, 153 Estados han ratificado el instrumento, cuyas disposiciones sustantivas son consideradas, en todo caso, normas de orden público internacional. Como parte del derecho internacional común y necesario, tienen, por lo tanto, una validez universal. Ninguno de los Estados que sigue sin ratificar la Convención -18 africanos, 17 asiáticos, 6 americanos; todos del “sur global”, lo que quiera que eso signifique- puede sustraerse a la obligación de prevenir y sancionar el genocidio.
Como muchos tratados internacionales, la Convención delega en la Corte Internacional de Justicia la solución de controversias que se susciten entre las partes en relación con su interpretación, aplicación o ejecución, incluso sobre la responsabilidad de un Estado en materia de genocidio. Ese es el fundamento del procedimiento iniciado por Sudáfrica contra Israel, al fragor de una guerra cuya causa no es otra que los execrables ataques terroristas de Hamás el 7 de octubre del año pasado. Ataques que continúan, de algún modo, mientras no sean liberados los rehenes que aún permanecen en poder de esa organización.
La Corte tendrá que evaluar varios asuntos a partir del libelo sudafricano y de las audiencias realizadas la semana pasada. Entre otros, tendrá que considerar el contexto (una agresión perpetrada por un actor no estatal contra un Estado que, en consecuencia, invoca su derecho a defenderse), ponderar la naturaleza y el alcance de acciones concretas y específicas (haciendo distinciones jurídicamente relevantes, aunque incómodas para algunos), y establecer el umbral de intención que Sudáfrica atribuye a Israel (tal vez, lo más complejo de todo).
Las estridentes declaraciones de algunos funcionarios y agentes israelíes sobre los objetivos de las operaciones contra Hamás en Gaza constituyen un lastre para la defensa de Israel. Ante el derecho internacional, este tipo de pronunciamientos tiene un valor intrínseco, derivado de la posición oficial de quien los realiza. Con todo, las solas palabras -por muy ominosas que sean- no bastan para configurar una violación de la Convención. Si así fuera, no habría mayor transgresor que la República Islámica de Irán, con sus reiterados y explícitos llamados a la destrucción y la aniquilación de Israel y el pueblo judío.
Habrá que ver cómo se desarrolla el proceso que, más allá de su dimensión propiamente legal, tiene un enorme (y viciado) componente político que la Corte, muy probablemente, tendrá especial cuidado en depurar. Mientras tanto, a propósito de genocidio, ¿No tiene una vocación genocida la carta fundacional de Hamás? ¿No se refleja esa vocación en el abultado expediente de sus acciones? ¿No la tiene acaso el adoctrinamiento, incluso armado, que impone Hamás a los niños palestinos en escuelas financiadas con recursos internacionales? ¿No son cómplices de ella sus patrocinadores y facilitadores? ¿No subyace tal vocación a los actos de antisemitismo que algunos deliberadamente ignoran o edulcoran “dependiendo del contexto”, y que durante los últimos meses han aumentado exponencialmente? ¿No es todo esto algo que hay que prevenir y sancionar sin vacilaciones?
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales