HAY QUE PREPARNOS
Cuando pase el temblor
ESTABA sentado en una polvorienta sala de estar de un hotel en Éfeso cuando sucedió. Me terminaba mi pálido desayuno cuando Ali, el octogenario gendarme del Hotel París, perdió su partida de tavla y se sentó frente a mí para hacerme visita mientras tanto. Entonces las vigas de madera de demolición empezaron a chirriar, mi sofá se tambaleaba ligeramente y Ali empezó a gritar “¡Deprem! ¡Deprem! (Terremoto)”. Me incorporé y le pregunté “¿Koşuyor muyuz? (¿Corremos?)” a lo que él respondió “Naaaah, çok yaşlıyım(Soy muy viejo)” mientras se sentaba en su poltrona a sorber la última gota de su çay.
Esa fue la primera vez que tuve plena consciencia de la fuerza de los movimientos telúricos, pues hasta entonces en mi natal Bucaramanga, con todo y su fama sísmica forjada a pulso, Morfeo había impedido que me enterara de qué se trataba un temblor. Fue hasta esa mañana en Éfeso cuando entendí la angustia que sintieron mi madre y mi abuela aquella madrugada de vacaciones en San Gil en la que con varias décadas menos nos cargaron sobre sus hombros a mi hermana y a mi para refugiarnos en el cuarto principal de la casa porque los cuadros empezaron a vibrar. Desde entonces “el epicentro fue la Mesa de los Santos” sería una de las frases que me remontarían en el pasado hasta mi infancia.
Porque los terremotos no son como ningún otro desastre natural. Son silenciosos, impredecibles, demodelores. No son como un incendio al cual se le pueda apagar o un tornado del cual uno pueda esconderse en el sótano, ni siquiera como una inundación que nos haga trepar a la zotea o como un huracán que podamos monitorear mientras se cierne sobre nosotros en cámara lenta. Es algo completamente distinto, un onda letal e invisible de la que solo queda correr a otro lugar donde también está esperándonos. Razones tenemos para temerles, pues es una pelea asimétrica en la cual solo podemos vencer con rezos y suerte.
Recientemente estuvimos a pocas placas tecnónicas de distancia de repetir una emergencia como solo la recordamos en nuestras peores pesadillas de enero de 1999. Esta vez el impacto lo recibió Guayaquil, pero bien los titulares pudieron estar dedicados a Pasto, Cali o algún otro punto del Pacífico. Esto obliga a replantearnos muchas preguntas y mirar hacia nuestros adentros mientras enviamos ayuda humanitaria a nuestro vecino
¿Qué tan preparados estamos ante un evento de estos? ¿Más allá de evacuar edificios, tenemos suficiente capacidad de respuesta para un siniestro así? ¿Y si el próximo turno fuera para Bogotá o cualquier otra capital, habría un plan qué seguir? ¿Están los cuerpos de emergencia a punto para el siguiente susto en la escala de Richter? El riesgo de un terremoto en nuestro país es bastante alto y es solo preparándonos para el peor de los casos que podremos hacerle frente cuando, Dios no quiera, llegue el día. De nosotros depende tener lista una resistencia, como lo hizo Japón, o que nos despierten cuando pase el temblor, como le pasó a Haití.