BITÁCORA DE LA COTIDIANIDAD
Democracia forzada
Ninguna ley es buena en manos de una autoridad corrupta y una autoridad justa de cualquier ley se vale. Este pensamiento, de la sociedad griega, construyó la democracia. Crónicas y testimonios de esas épocas nos llegan gracias a la historia, historia transcrita en la leyenda y en los poemas épicos de los reporteros de esos tiempos, a quienes nunca les otorgaron el Premio de Periodismo Simón Bolívar.
A Esquilo (525 a.C) la práctica democrática le inspiró para escribir Las suplicantes. Pieza dramática que refiere la decisión que el pueblo de Argos le impone a su Rey: el deber de proteger a las hijas de Dánao de la amenaza de los hijos de Egipto de violarlas si no aceptaban, voluntariamente, ser sus esposas. Este episodio puedo ser el punto de partida de las luchas feministas para reivindicar sus derechos, especialmente los políticos, a los cuales solo se acercan a comienzos del siglo pasado, a medias, pues todavía, hay que admitirlo, suele discriminárseles de la misma forma en que se segrega y estratifica a los pobres, para impedirles el acceso al poder. En la historia de la evolución del derecho al sufragio, el voto censitario excluía a los ciudadanos analfabetos y carentes de patrimonio, y a las mujeres, práctica que se superó hace apenas menos de un siglo.
La evocación viene a cuento a raíz de dos propuestas extrañas: repartir milimétricamente los escaños en el Congreso, entre hombres y mujeres y consagrar el voto obligatorio. La iniciativa persigue, de una parte, la igualdad de género y por la otra, obligar a que los ciudadanos tomen partido, tal y como se les exigía a los griegos en el pasado.
Ninguno de los dos proyectos, en síntesis, puede decirse que patrocina la democracia, todo lo contrario. La democracia tiene muchas definiciones, pero la más sencilla es que es uno de los menos malos sistemas de gobierno, pues de una u otra manera procura el control del poder y patrocina el pluralismo y la tolerancia. Claro que las feministas predican que la democracia debe propender por la igualdad y que esta debe ser su meta.
A este respecto, sano y conveniente resulta invocar el pensamiento de John Stuart Mill, pionero contemporáneo en la defensa de los derechos de la mujer y, no obstante, precisa que pretender la igualdad de género es renegar hábilmente de la realidad de la democracia, pues la existencia de las diferencias es insalvable y, únicamente, admitiendo la diversidad se alcanza el equilibrio a fuerza de la razón.
Obligar a todos a participar en el debate y emplear para ello la coacción estatal o repartir la representación de la mujer en el poder, equitativamente, apelando a ley es tanto como dudar de su dignidad y sus capacidades, sumiendo a los humanos en el totalitarismo de Estado.
A un ministro de Educación se le ocurrió que ningún niño debería perder el año y las pruebas Pisa fueron el resultado de esa democracia.