FERNANDO NAVAS TALERO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 4 de Junio de 2014

El perfil del tirano

 

Es tal la influencia y dominio que ejerce sobre sus áulicos que hasta el tono de su voz y sus gestos se imponen como regla. La necesidad de admiración para satisfacer su enfermedad de poder no tiene límites. Para Otto Weininger  “El gran tribuno y la gran hetaira son los seres absolutamente ilimitados que usan del mundo entero para decorar su Yo empírico”. Según Nietzsche, la vanidad enferma su voluntad, se vuelve adicto al poder. La adicción al poder es una dependencia psicológica en la cual el individuo tendrá una conducta compulsiva y continua hacia  un comportamiento. “El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente.” (Lord Acton, 1899). “La locura del poder”, dice Vivian Greene,  deriva de la capacidad que este vicio tiene para alienar al hombre,  afectar a su equipo y al país que lidera. Freud encuadra esta patología en el narcisismos,  una atrofia de la sexualidad, nacida de frustraciones edípicas,  incestuosas. “La religión y el servilismo, formaron un solo himno al despotismo”, denuncia Vargas Vila.

Amplísimo es el mosaico de enfermos de poder. Desde Calígula, Herodes, Cromwell, Hitler, Mussolini, Fujimori, Pinochet, Videla, Franco, Bashar al  Asad,  hasta… nuestros días,  estos sicópatas  revelan características semejantes que permiten hacer un diagnostico empírico a partir de una elemental observación.

Regla de oro de la democracia es la renovación periódica  de los cuadros de poder. La monarquía se abolió para obligar el relevo  del Jefe de Estado. El tirano se apropia del poder y lo asume, incluso, en cuerpo ajeno, no renuncia a ejercerlo;  para conservarlo no tiene escrúpulos, todos los crímenes se justifican para alcanzar su fin. Manipular a las masas con discursos histriónicos y mentirosos en escenarios populares -consejos comunitarios- fue el método que utilizo el   Führer y así adiestro al pueblo. El miedo a desaparecer, a la muerte política, al tirano le  impide cederle el  poder a otro y si lo hace, para ello designan su sucesor, tal cual lo hizo Fidel y lo acostumbraron los césares. Apelar al terror, a la intimidación y mostrarse un “Chapulín”, es  su estrategia. Señalando un monstruo como  amenaza inmediata obliga a pedir protección y obtiene sumisión. “Si no se toma la sopa viene el Coco”, es la intimidación al niño desobediente. Ese “Coco”,  el tirano,  lo convierte en el   judío o la guerrilla.

El autócrata disimula su enfermedad y se muestra como el Mesías salvador,  aprovecha la ignorancia de la chusma y la debilidad de sus secuaces para reformar las reglas de derecho apelando incluso a la simonía. Su “voluntad se sobrepone a las leyes”, apunta Voltaire. 

Edifica  argumentos falaces, de la patraña se vale para destruir las instituciones y vencer al opositor,  al tiempo que encubre a sus cómplices con el manto de su arbitrario poder. Así son los tiranos, unos zorros que amedrantan a los pueblos asustándolos con sus macabras acciones.