Si a algo nos invita la protesta social de los últimos días es a silenciarnos.
Silenciarnos para escuchar. Porque nos percibimos alborotados, ansiosos y sordos.
Los grupos de los chats, por ejemplo, emiten tanta información, segundo a segundo, de cualquier fuente, que en definitiva solo se logra no procesar ninguna. Pero sí consiguen propagar por contagio la ansiedad, el miedo, la rabia, la indignación que despiertan. Son mensajes detonantes de pasiones. Muchos de ellos fabricados por los titiriteros del odio, con propósitos ideológicos concretos, y por políticos inescrupulosos que tiran la piedra y esconden la mano. Manipuladores emocionales, sedientos de burocracia, que ven en el caos que incitan, la posibilidad de ascenso al poder.
Algunos noticieros de televisión, en franca competencia con las redes, transmiten en directo todo lo que sucede. Nos late el corazón aprisa, porque no estamos presenciando un acto de vandalismo, sino todos al mismo tiempo. Marchamos en todas las marchas y nos confundimos con todas las motivaciones. Oímos mucho y no escuchamos nada.
El estruendo, los gritos, las consignas, los cacerolazos, las balas perdidas, el ruido de los helicópteros ahogan y confunden el mensaje, invisibilizan a quiénes reparan, cantan, oran, limpian, abrazan, rechazan la violencia y quieren convivir en paz.
Jóvenes, que ven en la calle la oportunidad de hacer catarsis de las angustias acumuladas en sus soledades digitales, que se reconocen en los otros, como si los vieran por primera vez y que buscan desesperadamente un culpable. Culpable que también buscan quiénes se quedan expectantes y atrincherados en casa. Parece una Torre de Babel, donde se confunden las lenguas. Una sociedad conformada por individuos empoderados para emitir, pero incomunicados entre sí.
Detrás de esa explosión multitudinaria se escucha en el fondo un clamor individual y colectivo: "estamos necesitados de ser escuchados".
Pero, ¿Quién quiere escuchar? ¿Estamos dispuestos a silenciarnos y a escuchar las razones del otro? ¿O nos limitamos a emitir, exigir y juzgar? Necesitamos silencio para escuchar al otro.
Escuchar desde el corazón es posible. Basta poner en off la mente, decidirse a cruzar hacia el que está en la otra orilla, deponer el ego, vaciarse de ruidos internos y externos, acoger mediante una escucha silenciosa la humanidad del otro, dejarle ser y expresarse en libertad. Escuchar su catarsis, que aligera el peso de quien se desahoga e interpela a quien escucha, lo invita a su propio descenso interior y le despierta la compasión. Escuchar humaniza. Escuchar sana. Somos una sociedad herida.
Es posible. Este fin de semana, en un “Hospital de Campo”, mientras en las calles de Bogotá resonaban sirenas, cacerolas y consignas de unos contra otros, un grupo simbólico de muchachos desmovilizados de las Farc, el Elny las Auc, se congregaban acompañados de víctimas de esos mismos grupos. Una madre a la espera de su hijo desaparecido, una esposa que aún confía en el retorno de su marido secuestrado, una viuda que perdió a su marido mientras lo tenían en cautiverio y un joven reinsertado del Eln, recién salido de la cárcel, acompañados de algunos voluntarios de diferentes orillas de pensamiento. Se escuchaban y abrazaban desde el corazón. Todos nos sentimos muy protegidos por el afecto: un conmovedor cuadro surrealista.