La decisión de suprimir la Escuela Nacional de Administración de Francia, adoptada por el Presidente Emanuel Macron en el marco de su respuesta a la crisis detrás del fenómeno de los chalecos amarillos, obliga a una reflexión sobre las razones que pudieron llevar al sacrificio de uno de los símbolos de identidad y de influencia de Francia en el mundo como modelo para muchos países, incluido Colombia.
Establecida después de la segunda guerra mundial como elemento central de la renovación de la función pública y de selección de sus élites, a partir de los principios de mérito y de excelencia académica, la Escuela ha encarnado el ideario republicano de servicio público y de defensa del interés general.
La clasificación de salida daba hasta ahora a los mejores alumnos acceso directo a carreras de prestigio en el Consejo de Estado, la Corte de Cuentas y la Inspección de Finanzas, pero también en muchos otros importantes órganos estatales, luego de un exigente concurso de selección que implicaba el paso previo por la universidad, las escuelas de ciencia política, comercio, o Normal Superior, y de una formación en la que se privilegiaba el aprendizaje en terreno por ser la ENA esencialmente una escuela de aplicación.
Con la multiplicación de las vías de acceso para garantizar mayor diversidad e igualdad, se había intentado responder a las críticas de elitismo y corporativismo, y a la caricatura que del sistema y de sus egresados se hacía con frecuencia, al tiempo que sucesivas reformas internas buscaron corregir falencias identificadas en la pertinencia de los contenidos formativos, asegurar la interacción en las aulas de promociones integradas tanto por jóvenes bien formados, funcionarios experimentados y sociedad civil, así como una mayor apertura hacia el territorio, el mundo universitario, Europa y el resto del mundo.
Tal era la perspectiva hasta que en medio del malestar social de los últimos años la Escuela se convirtiera en una candidata perfecta para ser tomada como chivo expiatorio o trofeo. Así el Presidente francés, formado él mismo en esa escuela, ha decidido arrasar “la marca ENA”, admirada en el extranjero pero aparentemente odiada en las calles de Francia, para establecer un nuevo sistema de formación y de manejo de las carreras de la alta función pública del Estado, que comporta la creación del Instituto de Servicio Público -ISP-, que reunirá en un tronco común otras trece instituciones de formación de funcionarios y magistrados, la eliminación de varias carreras que estructuran el sistema de Inspecciones de la administración (cuerpos de control), y una modificación radical a las reglas de designación, promoción y progresión laboral de los egresados del nuevo instituto y en general de los servidores públicos.
Se ha dicho al presentar la reforma que ya no sólo se trata de democratizar y profesionalizar la función pública, objetivos enunciados en 1945, sino de asegurar un servicio público más próximo, eficaz, diverso y humano. También se ha alegado que no se pretende desconocer los valores de la República de laicidad, neutralidad e igualdad de tratamiento para todos, sino enfrentar con nuevas herramientas los retos de la transición ecológica e informática y de la inteligencia artificial, pero sobre todo de la lucha contra las desigualdades territoriales y sociales, asegurando un mayor conocimiento del terreno y de cercanía a la realidad, así como una mayor capacidad de innovación y de eficacia de los exalumnos en el ejercicio de sus funciones públicas. Objetivos que, vale la pena señalar, sin embargo, son prácticamente idénticos a los enunciados en cualquier discurso sobre los fines de la formación en la ENA en los últimos veinte años, por lo que cabe preguntarse por la novedad real de estos cambios y si la justificación de este sacrificio no ha sido más que la de hacer la ofrenda de un símbolo a los dioses para calmarlos.
@wzcsg