¿Es mucho pedirle al mundo político un gesto de grandeza a favor del país?
Tenemos la estructura institucional para hacerlo, así que la culpa no es de la Constitución y las Leyes que la consagran, sino del espíritu inspirador de la forma como se manejan.
Hay elecciones libres en donde cada ciudadano ejerce, sin coacción, su derecho a decir no solo quién quiere que lo gobierne sino cómo quiere que lo gobierne y por cuánto tiempo. Y si alguien no está de acuerdo, propone algo distinto y lo plantea como su propuesta para las próximas elecciones. Cada grupo de personas que comparten una misma propuesta tiene su oportunidad. Y los instrumentos para gobernar se usan, precisamente, para llevar a la práctica los programas, no para entorpecer las acciones de los gobernantes.
Inclusive en los modelos más radicales de gobierno y oposición, los partidos deciden colocarse en uno de los dos extremos opuestos y gobiernan o critican al gobierno. Proponen gobernar los unos y gobernar de un modo distinto los otros. Porque no tendría sentido gobernar unos mientras los otros se dedican a no dejar gobernar. Este sería un esquema que no se le ocurriría ni siquiera al hombre de Cromagnon.
¿Quién gana si, en la práctica, se llega al absurdo de entregarle el gobierno a la mitad más uno para que dirija el país mientras los otros se dedican a no dejarlos gobernar? ¿Qué clase de democracia es esta que divide a los partidos políticos en los que hacen y los que tienen por oficio no dejar hacer? Donde todo se califica de bueno o malo no por su contenido y propósito, sino mirando quién lo hace.
La gobernabilidad se convierte entonces en un juego de intereses burocráticos. Tanto apoyo cuanta tajada burocrática. Los mismos programas se respaldan según el número de puestos que se entreguen. Es una especie de mermelada puestera en donde, dígase lo que se diga en teoría, en la práctica, es “tanto te apoyo según cuánto me des”. Y no hablamos de concesiones teóricas sino de poder burocrático en plata blanca, que pronto se vuelve dinero contante y sonante, a medida que el gasto público se convierte en gasto político.
La gobernabilidad requiere, por una parte, los votos en unas elecciones limpias que respalden la legitimidad de las investiduras y, por la otra, el pago burocrático que les permite a los gobernantes nominales convertirse en mandatarios reales, mediante el pago con burocracia y con todas las feas cosas que se derivan de un ejercicio del poder inspirado por quienes consideran que llegan a controlar las palancas de la administración como premio concedido a los militantes de un ejército de ocupación.
Es la triste realidad de estos días en donde los partidos políticos parecen obsesionados por lo inmediato. Suscitan disturbios o se montan en ellos para trasladar el centro de poder de las elecciones a las asonadas, perturban la vida social, y enseguida ofrecen ayuda para calmar las perturbaciones.
En medio de estas dificultades por su acción directa o su apatía ante el desorden, ¿será mucho pedir un gesto de grandeza?