¡No tiene un plan para enfrentar el Covid!, reclamaba insistentemente Biden a Trump durante la campaña. El que sí existía aparentemente era uno contra la democracia: deslegitimar el voto anticipado y por correo, promocionado por los demócratas como estrategia ante la pandemia, y motivar el voto el día de las elecciones exigiendo que se conocieran resultados esa misma noche, a sabiendas de que en muchos estados el escrutinio tardaría necesariamente. De lo que se trataba era de reclamar la victoria pasada la media noche. Solo que a la hora prevista para declararse ganador con la ventaja en votos depositados ese día y sin que aún se contabilizaran los demás, los estados aparentemente ganados no eran suficientes y la declaración de triunfo cayó desde entonces en el vacío.
La ilusoria ventaja inicial se fue desvaneciendo a medida que se contaban todos los votos legalmente emitidos de manera anticipada o por correo -casi 100 millones-, más de la mitad del total de los cerca de 160 millones de votos cuyo escrutinio aún se realiza.
Fue entonces la hora de denunciar lo “incomprensible” de los cambios de porcentajes, las imposibilidades estadísticas, las supuestas declaraciones de cientos de irregularidades. Ante el rechazo in limine de estos reclamos por la imposibilidad de llevar ante los jueces la más mínima evidencia, la siguiente etapa consistió en retomar la absurda retórica destinada a presentar al presidente electo como socialista, utilizada con éxito en Florida, y acudir a los fantasmas de la izquierda latinoamericana para denunciar su interferencia en el sistema de conteo de votos. Útil mensaje frente a sus obnubilados seguidores dentro y fuera de Estados Unidos; inverosímil para el resto del mundo, como lo evidencia la reacción general a la patética conferencia de prensa del exalcalde Giuliani, en la que se desdibujaban sus argumentos a la par que su figura. Los propios servicios federales habían previamente confirmado la fiabilidad de los sistemas utilizados y la ausencia del cualquier vestigio de fraude.
Quedaba por supuesto despedir a los servidores federales que tomando en cuenta la evidencia y sus deberes no se doblegaron al discurso y al libreto imaginado por Trump y sus asesores; presionar a los funcionarios y a los legisladores estatales republicanos para demorar la certificación de los resultados; generar un impase que impida declarar oficialmente un ganador; o pura y simplemente irrespetar la voluntad popular y cambiar los votos en el Colegio Electoral que debe reunirse en diciembre.
A pesar de la vergonzosa actitud de los líderes del partido republicano, estos descarados intentos de desconocer las normas electorales no tendrán posibilidad de prosperar, como tampoco la loca idea de instrumentalizar a los miembros conservadores de la Corte Suprema de Justicia, que la versión más delirante del plan supone dispuestos a consumar el robo de las elecciones.
En todo caso el costo para la legitimidad de las instituciones y la credibilidad de los Estados Unidos en el mundo será enorme, como lo será para todas las demás democracias. Si bien al final quedará evidenciado que las instituciones son más fuertes que la pataleta de un mal perdedor, la pasividad de muchos actores y el intento de “normalización” del irrespeto de las elementales reglas del traspaso de poder, generaran secuelas y nuevos embates. No hay que olvidar que asistimos a una ola autoritaria y a reales amenazas a las libertades y al Estado de Derecho en muchos lugares del mundo, incluidos aquellos que hasta hace poco pretendían dar lecciones de democracia.
@wzcsg