Es increíble la magnitud del don de la inoportunidad que poseen algunos de nuestros gobernantes. Como si tuvieran un sexto sentido para rebuscarse medidas que son errores protuberantes, verdaderamente fatales.
La exención del pico y placa en Bogotá a quienes paguen cuatro millones de pesos anuales, es un ejemplo clásico de esta categoría de equivocaciones. Una ostentosa medida de discriminación, que terminará por irritar a la ciudadanía y exacerbar la ola de inconformidad que recorre el país.
¿Qué sentido tiene poner en venta lo que todos los diez millones de habitantes de la capital y sus alrededores consideran un privilegio? Aun desde antes de aplicarse envía un mensaje desmoralizador: los privilegios se pueden comprar. Quienes deben estar en condiciones iguales pueden pasar a la condición de privilegiados simplemente pagando. No necesitan ganarse el privilegio, simplemente comprarlo. Es una tajante discriminación entre ricos y pobres.
Mientras las democracias del mundo intentan eliminar o, al menos disminuir las desigualdades, aquí hay autoridades que se empeñan en crearlas donde todavía no las hay y ahondarlas si ya existen.
Alegan razones tributarias. El Estado necesita más ingresos, se dice como justificación del nuevo gravamen. Absurdo. Los Estados siempre considerarán insuficientes los impuestos que les pagan, siempre tendrán pretextos para aumentar impuestos o inventar nuevos. Así ha ocurrido desde la más remota antigüedad. Y por exagerar, han llovido calamidades, se ha retrasado el progreso económico y social de los pueblos, se han caído y siguen cayéndose gobiernos…
El Secretario de Movilidad argumenta que, “Los hogares de mayores recursos ya tienen manera de no tener pico y placa, como la compra de un segundo carro o el carro blindado.” ¿Entonces se trata de incentivar la circulación de más carros? ¿No sirvió el pico y placa?
Los gravámenes excesivos están en el origen de las revoluciones o actuaron como aceleradores de la inconformidad que las catapultó. Son miles las lecciones que muestran su peligrosidad como detonantes de crisis aparentemente invisibles, que van envenenando los ánimos y desatando reacciones que demuestran la inconformidad subterránea.
Tememos ejemplos muy recientes en Ecuador y en Chile. La elevación del precio de la gasolina o de los pasajes del transporte colectivo desató reacciones violentas. Llegan hasta pedir, muy en serio, las renuncias de sus presidentes. Advertencia clara, que las autoridades de Bogotá parecen no escuchar.
El automóvil particular se convirtió en símbolo de progreso de una clase media que lo mira como un logro personal y familiar. Pero ahora lo quieren pintar como un monstruo al cual es preciso destruir, en cambio de alentarlo, como un escalón del status conseguido con trabajo. Útil y legítimo.
Pero aparecieron los expertos en movilidad, especialistas en organizar los desesperantes trancones, para ahora introducir un elemento discriminatorio, vendiéndole a los ricos un privilegio que todavía no se sabe si servirá para salir del atasque de tráfico o para empeorarlo.
Aún más. El carro es un elemento de trabajo, cada vez más indispensable en una ciudad con transporte público deficiente.
La venta de este privilegio es una medida plutocrática, que coloca, a la administración, que la tome, en el peor sitio, del peor momento. La apoteosis de la inoportunidad.