El contrato vital
Imagínese un planetica azul, orbitando alrededor de un Sol modesto, en una galaxia no tan grande que se ubica en los confines del universo. Sí, vivimos sobre ella, es la Tierra. Este planeta, que es maravilloso, no está del todo terminado, pues aún hay todo tipo de catástrofes naturales: terremotos, tsunamis, huracanes, tornados, erupciones volcánicas, derrumbes, incendios, inundaciones…
Podríamos entender que el planeta es imperfecto, diseñado a la medida de seres que tampoco son perfectos. Aquí todos. Todos estamos en proceso de aprendizaje; y si todo fuese perfecto, sería poco lo que podríamos aprender. La Tierra es un planeta en y de transición, para que nosotros, los transeúntes, vivamos una experiencia material que nos permita seguir evolucionando en la consciencia.
Como afirma Caroline Myss en El contrato sagrado, antes de encarnar en esta experiencia material firmamos un contrato con la Divinidad, cualquiera que sea la idea que tengamos de ella. En el contrato se estipula la misión que traemos al mundo, a cambio de lo cual nos entregan las mejores herramientas posibles para cumplir la misión: una mamá, un papá, un cuerpo físico y un ego, que nos ayudarán a construir las condiciones idóneas para cumplir con el contrato. Sólo que cuando nacemos, se nos olvida y nuestra tarea es recordarlo.
A medida que crecemos, vamos teniendo intuiciones de la misión pactada. Es la vocación, que los jóvenes buscan con ilusión, y sobre la que los adultos nos hacemos repetidas preguntas a lo largo de la vida. ¿A qué me dedicaré? ¿Será que lo que hago ahora es a lo que vine? Siempre hay señales sobre eso que es nuestra verdadera misión, pero no siempre las escuchamos, o aunque las escuchemos no están dadas aún las condiciones para llevarla a cabo. Ese es justamente parte del proceso, crear las circunstancias específicas para conectarnos con nuestro propósito fundamental. Para algunas personas el proceso es sencillo; para otras, el camino tiene más curvas y obstáculos, que también son parte de su aprendizaje.
Cuando no nos sentimos plenos en lo que hacemos es porque muy probablemente no estamos conectados con esa misión, con nuestro contrato. Y es nuestro derecho, así como nuestro deber, encontrar ese significado personal de la vida que nos conecta con la plenitud. Así, que si una persona tiene dudas sobre lo que hace, es momento de mirarse interiormente y pedir apoyo divino, a fin de encontrar ese sentido último de la existencia. Si preguntamos, hay respuesta; si buscamos, hallamos. Es cuestión de tener fe en sí mismo y conectarse con la existencia. Nunca es tarde para cumplir el contrato, agradeciendo cada hecho y cada persona, que en su imperfección nos apoyan a cumplir nuestro contrato.