Esta pregunta se repite a lo largo de la historia y también en un presente cargado de guerras, muerte e incertidumbre individual y colectiva. Vivimos en un mundo herido y en orfandad.
La respuesta más sabia para orientar mi búsqueda de Dios la encontré en un librito: "En este monte", que reposaba sobre la mesa de noche en "Batuecas", un convento de ermitaños del siglo XVII, en España. Dice su autora la carmelita, Mary McCormarck: "Solemos hablar de entrar en unión o de alcanzar la unión con Dios. En realidad, la unión siempre ha estado ahí. ¿Por qué nos parece entonces tan difícil llegar a ese lugar? Porque la morada de Dios está en las profundidades de nuestro ser y si no lo encontramos es simplemente porque nosotros no estamos ahí". Estas palabras me estremecieron y empecé a preguntarme, ¿Qué es lo que hay en lo más profundo de nosotros? ¡La verdad de lo que somos! Nuestra vulnerabilidad extrema.
Y nos suele faltar el valor para emprender ese descenso interior en medio de la oscuridad. Nos da mucho miedo descubrir de qué estamos hechos. Allí, en el fondo, se ilumina todo lo que no queremos ver de nosotros mismos.
Aprendí el cómo aventurarse a ese encuentro. La mejor forma de descender, es acompañado. Tomados de la mano en humildad. Desnudos de vanidad, dispuestos a reconocernos en el dolor y la pobreza del otro. Pero, ¿por qué las heridas son lugar de encuentro con Dios? El dolor por el dolor es inútil, pero el dolor compartido, en la escucha desde el corazón, es camino mutuo de sanación y de reconocimiento de nuestra auténtica dignidad de hijos de Dios. Una vez "desasidos" de tantas máscaras, aflora la plenitud de saberse muy amado.
Le planteé la pregunta a uno de los seres que ya le ha encontrado, el fraile Miguel Márquez, superior general del Carmelo en Roma. Me dijo: "Escribí un libro que se titula Cómo descubrir a Dios sin huir de sí mismo, sin renegar de tu verdad, sin escaparte de quién eres. Yo me pasé la vida acomplejado, pensando que era un desastre en todo, siempre comparándome, hasta que una mirada de Dios me reconcilió conmigo mismo, me hizo sentir que mi vida es preciosa para Él y me invitó a volver a casa".
He sido testigo de encuentros extraordinarios de Escucha sincera entre colombianos muy heridos. Policías, exguerrilleros, exsecuestrados, mamás, hijos en profunda orfandad, pero al descender acompañados a las entrañas mismas del dolor, basta una mirada o un abrazo sincero para que nos convirtamos unos y otros en portadores del Amor de Él y reconciliados con la verdad de lo que somos. Las lágrimas se transforman en torrentes de alegría interior porque descubres quién eres realmente a los ojos de Dios.