La sinceridad de Francisco
El Papa Francisco es un ejemplo vivo, palpable, cotidiano e incontrovertible de la arrolladora fuerza de la sinceridad. Es coherente con lo que piensa, con lo que dice y con lo que hace. La verdad en él es forma y fondo.
Desde que salió a la ventana del Vaticano revestido por primera vez con el hábito blanco, el cardenal arzobispo de Buenos Aires conmovió al mundo. Cuando regresó a pagar su hospedaje estremeció a creyentes y no creyentes alrededor del orbe, y cuando escogió una sencilla habitación como su morada permanente en la sede papal, ya era dueño de una admiración universal unánime.
Desde entonces su pontificado es la ratificación diaria de un amor a primera vista con miles de millones de habitantes del planeta, en donde hay desde fundamentalistas de todos los credos hasta ateos recalcitrantes. Dejando aparte cualquier consideración religiosa y sin tener en cuenta su investidura que, sin duda, le cubre con una especial gracia de Estado, surge inevitablemente la pregunta ¿dónde está el secreto?
Es muy sencillo: la sinceridad, que según el diccionario significa: franqueza, limpieza, confianza, nobleza, cordialidad, seriedad, honestidad, honradez, naturalidad, veracidad, realidad, espontaneidad, lealtad, verdad, claridad, candor, ingenuidad e inocencia.
En un mundo bombardeado por mensajes que intentan pulir la imagen de un gobernante, un candidato, un artista, un escritor, un deportista o una diva sensual, el Pontífice camina rodeado de un halo de sinceridad absoluta.
Tiene un compromiso adquirido con la verdad y la transparenta. Lo hizo siempre. No es algo artificial que resultó como fruto de una cuidadosa campaña de imagen, que primero consulta las encuestas sobre las preferencias del publico y después maquilla al cliente, para darle la apariencia que se supone debe impactar a la gente.
En Francisco no hay nada artificial. Su comportamiento ahora es el mismo de siempre. Por eso tiene una autoridad moral incontrastable, que respalda cada una de sus actuaciones y las rodea de una absoluta autenticidad.
No hay expresiones calculadas ni declaraciones preparadas por un equipo de creadores de imagen, que las toquen y retoquen para asegurar que el mensaje llegue a la inmensa audiencia mundial. Y esto se nota hasta en los episodios más sencillos.
Francisco, por ejemplo, es aficionado al fútbol. Y como todo buen aficionado argentino, lo sigue con pasión. En estos casos, y por consejo de sus asesores, las figuras públicas destacadas disimulan sus preferencias. Si acaso se declaran partidarios de la selección nacional y salen del paso con una sonrisa de satisfacción como diciendo ¡qué buenos asesores tengo! Y el público que los escucha piensa ¡qué manipuladores!
Francisco se confiesa partidario del San Lorenzo de Almagro, sin pensar cómo reaccionarán los hinchas de Boca Junior o de River Plate. Y naturalmente reaccionan bien, admirablemente bien.
Y en los temas más difíciles del complejo mundo vaticano, procede igual. La respuesta de la gente es abrumadoramente favorable. En cuestiones de moral y fe sucede lo mismo.
Todo esto para hablar solo de cosas terrenales, con la satisfacción de ver que la sinceridad sigue teniendo un lugar privilegiado en un mundo donde las figuras públicas no son lo que quieren parecer.