DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 11 de Abril de 2014

Despejando el horizonte

 

La  conmemoración del día de las víctimas el pasado 9 de abril no debe pasar como fecha anclada en el pasado, sino como una ventana abierta al porvenir, que supone un desafío para todos los colombianos.

No se trata de recordar colectivamente la infinidad de tragedias individuales sufridas por un número     escandalosamente alto de colombianos, sino como un                                     punto de partida hacia la conquista de la esperanza, en esta larga carrera emprendida para reparar los daños causados  durante los duros años de violencia que aún no terminan, y para recargar fuerzas que permitan continuar la tarea de convertir en sobrevivientes a unas víctimas que se cuentan por millones. No se trata de darle vueltas al dolor sino de superarlo, ni de perpetuar la condición de cada víctima sino de sanar heridas,  para que intervenga a plenitud como un miembro activo de una sociedad en proceso e recuperación.

Por eso es importante insistir en tres principios básicos que despejen el horizonte.

El primero: los derechos humanos no tienen color político. Nacen del fondo de la naturaleza del hombre. Cada persona los tiene como ser humano, por el simple hecho de existir.  Son anteriores a las leyes de los Estados y  no dependen del reconocimiento expreso de ninguna autoridad ni de ningún combatiente contra esa autoridad. Son un patrimonio sagrado de las personas y no una bandera política para envolver el garrote con el cual golpear al adversario.

El dolor causado a la dignidad del ser humano es el mismo y no difiere por el origen del victimario. Las víctimas unidas a una sola voz y empoderadas en la defensa de sus derechos, deslegitiman a quienes pretenden ideologizarlas. Los derechos humanos no tienen color político.

Las víctimas -y es el segundo principio- tienen pleno derecho a intervenir en este proceso de paz, en cualquiera que se adelante en el futuro y en sus desarrollos.

Sin ellas, estos procesos resultan incompletos desde el principio, pues si se quiere una reconciliación auténtica es indispensable la participación de quienes soportaron las más graves consecuencias de los enfrentamientos. Los costos de no incluir a las víctimas serán muy altos para el país y para el Presidente.

Además, las víctimas colombianas  tienen una inequívoca vocación de paz. No hay deseos de venganza. Por el contrario, demuestran con admirable disposición a perdonar. ¿Pero a quién perdonan si nadie ni siquiera les pide perdón?

Y, tercero, es indispensable que los dirigentes den ejemplo de reconciliación. ¿Cómo pedirles a las víctimas que se reconcilien cuando los dirigentes no lo hacen entre sí? ¿Cómo pedir con palabras que la víctima se reconcilie y perdone, masacres, secuestros etc., si todos los días sus dirigentes escalan el tono de sus agravios?

Las víctimas sufrieron pérdidas irreparables y les solicitan  que perdonen, como  condición indispensable para que el país cierre este largo y doloroso período de violencia. Contra las previsiones pesimistas que consideraban imposible superar el deseo de retaliación, la  víctimas colombianas muestran un corazón generoso. No exigen ojo por ojo, ni que ejecuten a los asesinos de sus padres, madres, hijos o hermanos, ni que torturen a sus torturadores, ni que secuestren a sus secuestradores. Se resignan a que haya verdad y un mínimo de justicia y de reparación.

Ninguno de los motivos que enfrentan pugnazmente a sus dirigentes tiene ni la sombra de gravedad de los delitos padecidos por las víctimas. Con toda razón se preguntan por qué les piden que se reconcilien en lo grande y no les dan ejemplos de reconciliación en lo pequeño.