Hoy, el último día del año 2020 que seguramente se recordará como uno de los más difíciles y desconcertantes de la historia moderna, vale la pena preguntarse: ¿Qué aprendí? ¿En qué he cambiado? ¿Cómo voy a sobrevivir? Y como las respuestas individuales son múltiples y únicas, me atrevo a responder en primera persona, con apartes de un mensaje que envié a mis amigos:
“Este año aprendí de finitud. Me hice consciente de que la vida se apaga en cualquier momento. Que la muerte es tan real como el respirar y que puede ocurrir en el instante siguiente.
La pandemia fue un despertar de las distracciones, el consumismo y las "ocupaciones" que nos hacían creer que "vivir" era perdernos de la vida misma. Como bien lo define el Padre Javier Sancho, director de la Universidad de la Mística, en un curso sobre San Juan de la Cruz: "se trata de despertar a la conciencia, de hacerme presente en mí mismo”.
Al fin empecé a comprender el desapego, lo que Teresa de Jesús llamaba "desasimiento". Comprendí que al soltar desde el corazón y no depender de las cosas, ni de las personas, sobreviene la abundancia en el "tener" y en el afecto de los seres humanos. Es la abundancia de lo intangible. Cuando nada nos pertenece, todo nos pertenece.
Aprendí a extender las manos para recibir y reconocerme necesitada. Agradezco todo lo que se me regala. Cada sonrisa, cada llamada de un familiar o amigo, cada expresión de afecto, un cafecito, el abrazo en la distancia, cada mensaje me ha alimentado el alma. Dejé de temerle a la oscuridad. Cada amanecer frente a la montaña, estuvo precedido de la más absoluta oscuridad.
Se han agudizado los sentidos para escuchar la algarabía de los pájaros, el olor de un buen café, el calorcito con el que el sol me abraza. Dejé de aplazar los sueños. Descubrí que era yo misma la que los podía convertir en realidad. Que mis miedos, reales o imaginarios, eran mis límites.
Cada minuto de este año que he dedicado a alguien, lo he hecho con plena conciencia, amando y sintiéndome agradecida. Hace muchos años aprendí que podía hacer de la vida una oración. Hoy, la oración ha colmado de sentido mi vida y experimento una profunda comunión con Dios.
Lo veo en mi familia y amigos, que son mi roca, lo observo en la naturaleza, percibo sus lágrimas con el que sufre y su profunda alegría cuando nos vaciamos de nosotros mismos y lo dejamos actuar en nuestra condición humana para abrazar en su nombre, a quien nos necesita.
Con Él es posible abrirse con Amor a la verdad del otro, amarnos a nosotros mismos y dejar atrás la culpa que paraliza. Es hermoso descansar y sentirnos seguros en sus brazos del padre Misericordioso.
Ese detenerse para tomar conciencia de la vida y habitarse, le retorna su lugar de liderazgo al pensamiento, a la empatía, a la profundización en las ideas generales sobre la concepción del mundo. La especificidad en el conocimiento se había vuelto excluyente con las más profundas inquietudes sicológicas, filosóficas y espirituales del hombre, alejándolo de la consciencia de su ser hombre y de sus infinitas potencialidades.
Este año de pandemia opté por esperanza”.