Las democracias de nuestro tiempo están organizadas con base en la división tripartita del poder del Estado. Ejecutivo, Legislativo y Judicial, recitan los coros infantiles en sus clases de cívica. Pero tendrán que cantar algo distinto, porque en nuestro país los tres poderes son dos y estamos en camino de que sea uno solo. Tres convertidos en uno por la alquimia constitucional que mostró su tremendo poder en La Habana.
Quedamos en la práctica con otra Constitución, cuyos nuevos artículos se están comiendo como pirañas jurídicas a las “viejas” normas de 1991.
Sus propios errores, los ataques internos y externos, directos e indirectos, lograron desconceptuar al Congreso de tal manera que no resistió la embestida final, bajó los brazos y parece resignado a desaparecer.
Cuando la lucha institucional se caracteriza por acaparar cuanta función sea posible, para fortalecer los poderes propios, aquí hay una sorprendente complacencia en no defender sus atribuciones cuando se las quieren arrebatar y entregarlas cuando ni siquiera buscan quitárselas.
No hubo una protesta institucional cuando le inyectaron a la Constitución unas reformas por la puerta trasera, sin explicarle a los cuarenta y seis millones de colombianos ni el sentido, ni los alcances de la reforma, ni mucho menos prevenirlos de los estragos de inmolar las instituciones.
El Congreso no reaccionó cuando le preguntaron al pueblo directamente en el plebiscito y respondió con un rotundo No. En cambio, aprobó iniciativas que lo vienen despojando de sus facultades y que seguirán haciéndolo hasta dejarlo con el desprestigio y sin atribuciones. Los tres poderes o ramas del Estado serán entonces solamente dos. Y el Congreso pasará, para todos los efectos de la vida diaria, a ser un apéndice del Ejecutivo.
Así quedará sepultado el equilibrio de poderes. Para que exista es necesario que existan poderes. Nadie logrará inventar un equilibrio entre podres o ramas que no existen como tales.
Los actos legislativos que crearon los atajos, la aprobación de normas apresuradamente, la invención del fast track para apurar una legislación que el país no conoce ni comprende, son un despeñadero jurídico…Ojalá trajeran la paz, pero ésta no se consigue destruyendo lo que constituye la base misma del ejercicio democrático. Todo lo contrario, esas concesiones y entregas siembran las semillas de un nuevo conflicto.
¿De qué le sirve a la paz un Congreso despojado en público de sus funciones, sin haber presentado una digna resistencia a las presiones? ¿De qué le sirve ceder ante ellas, ejercidas precisamente por quienes lo desacreditaron en el pasado, lo desacreditan ahora y seguirán desacreditándolo después de haber disfrutado de su complacencia?
La democracia es imposible sin Congreso y así lo deben entender los congresistas, si quieren interpretar fielmente al pueblo que los elige, antes de que las consecuencias catastróficas del apresuramiento les pasen unas elevadas cuentas de cobro.
¿Qué eso es impensable? También era impensable que los colombianos fueran juzgados en su territorio, por jueces importados y por actos cometidos en el país. ¿O alguien se imaginó que habría extranjeros nombrando a los jueces colombianos para juzgar, en su propia patria, a los colombianos?
Por lo pronto, con su sentencia que le permitirá al Legislativo modificar, sin permiso del Ejecutivo, leyes aprobadas por el fast track, la Corte Constitucional le lanza un salvavidas al Congreso y le ofrece un reconstituyente a la separación de poderes.