A propósito de los treinta años de la muerte de Pablo Escobar; fecha que acertadamente se ha tratado de enfocar por varios medios más en recordar a las víctimas, y no al victimario autor de incontables atrocidades y protagonista de los más aciagos momentos del país, bien vale hacer una reflexión sobre el nefasto legado que ha dejado tras de sí la cultura del narcotráfico en la sociedad colombiana y la necesidad de fortalecer una cultura de la legalidad que la contrarreste.
En la Grecia antigua decía Hesíodo en el poema Los trabajos y los días, que “El vicio es fácil de seguir hasta el fin. La senda es llana y nos lleva muy lejos. Pero, en cambio, a la virtud los dioses anteponen fatigas y sudor”. El narcotráfico nutre entre nosotros el espejismo de la fortuna instantánea y aleja a la sociedad de la búsqueda de la virtud. En la obra Noticia de un secuestro, García Márquez señaló que la cultura del dinero fácil ha sido “una droga más dañina que las mal llamadas heroicas”, y que en Colombia “prosperó la idea de que la ley es el mayor obstáculo para la felicidad, que de nada sirve aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como delincuente que como gente de bien. En síntesis: el estado de perversión social, propio de toda guerra larvada”. Esa cultura es la que ha dejado de lado la dignidad y la ética del trabajo, para desplazarla por la “cultura del vivo”, del éxito sin esfuerzo, con sus derroches y aspavientos.
El trabajo está enunciado en el preámbulo de la Constitución de 1991, como uno de los pilares del Estado colombiano, y más allá de las vicisitudes sobre la extradición, en la Asamblea Nacional Constituyente se consideró que la figura de la extinción de dominio debía enfrentar el monstruoso deterioro de las conductas sociales y de la legitimidad institucional. Se explicó que "El enriquecimiento ilícito ha sido un factor de corrupción social en Colombia, no solo por lo que implica el delito en sí mismo, sino porque quienes lo cometen hacen ostentación ante los demás con bienes lujosos que en verdad no les pertenecen y que no fueron obtenidos como fruto del trabajo honrado. De esta situación de impunidad se ha derivado un ejemplo letal para la comunidad. Los ciudadanos se sienten desestimulados en frente al esfuerzo de buscar sustento y progreso en actividades legales que no traen como compensación la fácil obtención de bienes costosos, cuando al tiempo ven expuestas ante sus ojos las riquezas conseguidas en forma fácil y rápida por quienes infringen la ley. Esta comparación desmoraliza a la población”.
La extinción de dominio, como lo explicó la Corte Constitucional, en la Sentencia C-374 de 1997, con ponencia del Magistrado José Gregorio Hernández Galindo, buscó entonces “la privación del reconocimiento jurídico a la propiedad lograda en contravía de los postulados básicos proclamados por la organización social, no solamente mediante el delito sino a través del aprovechamiento indebido del patrimonio público o a partir de conductas que la moral social proscribe”. El derecho de propiedad que garantiza la Constitución, dijo la Corte, “es el adquirido de manera lícita, ajustada a las exigencias de la ley, sin daño ni ofensa a los particulares ni al Estado y dentro de los límites que impone la moral social”.
En verdad, no hay mayor logro que aquel que se consigue por las vías respetuosas de la legalidad, por el esfuerzo del día a día, paso a paso, superando los obstáculos cotidianos. Es necesario construir la vida no como una ráfaga de instantes evanescentes, sino como un camino, una continuidad en busca de la sabiduría, que no es otra cosa que la capacidad de escoger siempre lo honesto. Por ello recordaba Séneca que el que piensa que existe algo mejor que la virtud, o que es posible algún bien prescindiendo de ella y “considera bienes otras cosas, cae en poder de la fortuna, se somete a la voluntad ajena; quien reduce todo bien a lo honesto, halla la felicidad dentro de sí”.
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