Se diría que es una paradoja, pero no: actualmente es tan difícil anticiparse a los acontecimientos como fácil predecirlos. Esa es la naturaleza de los periodos de transición y reconfiguración, lo que los hace, en el dilatado transcurso de la historia humana, tan especialmente interesantes y particularmente dramáticos.
Esa contradicción, por otro lado, desafía la razón y excita la emoción. Por eso tienen actualmente tanta resonancia los discursos catastrofistas (sobre todo, en su versión ambientalista, que encarnan tanto algunos líderes religiosos como la señorita Thunberg y el presidente colombiano). Por eso, también, está tan extendido el “casandrismo”: la sensación de que todo lo que pasa fue antes advertido, y las advertencias desdeñosamente ignoradas por quienes hubieran podido hacer algo al respecto.
Así, catastrofistas y casandristas parecen ser los caracteres que dominan el mundo de hoy. Que, ocasionalmente, emerjan algunos argumentos para el optimismo y razones para la esperanza, no alcanza a compensar el arrasador atractivo de aquellas emociones, de elaboración más simple y más fácil digestión, y que -hay que reconocerlo- no son del todo gratuitas o injustificadas. Entre otras cosas, porque su atractivo lo refuerza el hecho de que, una vez asumida la inminencia de la catástrofe y la inutilidad de las advertencias, no queda ya mucho por hacer, salvo rendirse a lo inevitable, prometer lo imposible, o simplemente rechinar los dientes.
Tres cosas que no requieren ningún esfuerzo: todo lo contrario de lo que demanda el optimismo y exige la esperanza. De contera, llevarles la contraria puede imponer costos que, por tranquilidad de espíritu y salud mental, y para evitar el ostracismo, más valdría la pena no empeñarse en sufragar. Catastrofismo y casandrismo son -huelga decirlo- dos de las versiones contemporáneas del fanatismo; y con los fanáticos, cualquiera sea su ralea, no tiene sentido razonar ni cuestionar.
Catastrofistas y casandristas pululan en los más diversos ámbitos de la vida social. Los hay entre los influenciadores, esa atrofiada y morbosa versión contemporánea de los intelectuales de antaño. También abundan en el mundo académico, en el que se han vuelto corriente principal y en el que drenan importantes recursos, intelectuales, económicos y humanos, para demostrar sus propios prejuicios y confirmar sus más arraigadas creencias. Ni que decir tiene en la escena política, a la derecha y a la izquierda, y en los extremos de ambas (aunque está de moda denunciar sólo uno de ellos y excusar el otro): en todos lados hay políticos que medran asumiendo el papel de voz que clama en el desierto o el de iluminados que, por una ciencia infusa, conocen misterios que a nadie más se han revelado.
El contraste no podría ser mayor, entre los catastrofistas y los casandristas al uso y el Niño de Belén -judío, de Judea y de la casa de David, por si hay necesidad de recordarlo-. Nada más lejano y diferente del suyo que el mensaje de la Natividad, cuyo signo no es el de la catástrofe ni el de lo irredimible, sino el de la esperanza y el de la redención.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales