Cada alcalde manda su año | El Nuevo Siglo
Miércoles, 6 de Marzo de 2019

La ley 4 de 1913, expedida en desarrollo de la enmienda constitucional de 1910, en su artículo 185, disponía que el periodo del alcalde seria de un año, contado a partir del primero de enero del año siguiente a su designación. Norma declarada inconstitucional por la Corte Suprema, pues, amén de su contradicción con la Carta Suprema, la práctica enseñó que los beneficiados aprovecharon la estabilidad para satisfacer sus intereses políticos y personales, pero no para resolver las necesidades de la población que gobernaban. No obstante, la inexequibilidad declarada, la historia demuestra que la costumbre “corrupta” sigue vigente y mayor actualmente, a partir de la enmienda del acto legislativo 1 de 1986, por medio del cual se dispuso que “Los alcaldes serán elegidos por el voto de los ciudadanos para periodos de dos años…”

Esta reforma, apresurada en su extensión, transformó el país políticamente, puesto que, habida cuenta de la ignorancia política de los pueblos, lo cierto es que esa designación se hace irresponsablemente, no solamente en los municipios rurales por excelencia, sino en grandes ciudades.

El artículo 259 de la Carta dispone el voto programático, esto es, que los electores imponen por mandato al elegido el programa que presentó. Sin embargo, ese plan nunca se cumple, a tal punto que corrientemente se acude al gravamen de valorización para atropellar al contribuyente, una imposición jamás anunciada y, entre tanto, nada se cumple a cabalidad. Y tampoco los procesos de revocatoria del mandato.

Para entender lo sostenido, hay que recordar la génesis de los municipios: fueron resultado, principalmente, de las actividades comerciales y la fuerza política de las elites familiares. Así se originaron en Roma y esa estructura se trasladó a España alimentada por los moros y de ahí vino a este continente como fuente de poder.

Siendo la democracia el control del poder por el poder, hay que entender que los concejos municipales se instituyeron para que ejercieran esa facultad e impedir la arbitrariedad de los burgomaestres, pero, lamentablemente, los miembros del cabildo suelen ser clientes y narcisos políticos que persiguen, valiéndose del clientelismo concretado en los contratos de prestación de servicios, la mermelada, arribar a otras instancias de gobierno y, de paso, enriquecerse de la mano del alcalde.

Ahora necesario sería que se ilustrara políticamente al pueblo y se reforzaran los medios de control para prevenir los abusos y prohibirles a los alcaldes hacer lo que no anunciaron en el programa, pues se debe suponer que los electores imponen un mandato acerca de lo que se puede hacer y lo que no se debe hacer. Esto sería interesante para que, por ejemplo, en materia de valorización no se abusara, para hacer obras en favor de los ricos con perjuicio para los pobres. El pensamiento del filósofo paisa, Fernando González, expuesto en 1942: “Estatuto de Valorización” y la ética de Jorge Gaitán Cortes, alcalde de Bogotá, son ejemplos a seguir en el futuro inmediato.