Llegó diciembre. Empezó el balance del año más difícil de lo que llevamos vivido en el siglo XXI. Y aunque ahora tenemos más conciencia de que las fechas son sólo referencias para organizarnos y no logremos distinguir muy bien en qué día de la semana estamos, ni mucho menos la fecha, lo que sí tenemos claro es que sobrevivimos un día más, quizás un tiempo indeterminado más, y que la amenaza de la pandemia continúa latente. Convivimos con el ultimátum. Pero, ¿para qué nos sirvió ese ultimátum que nos recordó la cercanía de la muerte y lo dormidos que estábamos en vida? Fuimos interpelados de manera individual y colectiva.
Los primeros meses fueron intramurales. De mucha oscuridad, desconcierto e incomunicación con otros seres humanos. Desconfiando hasta de nuestras propias manos, consideradas aliadas del virus enemigo. Fue así como terminaron, a punta de alcohol, resecas como guantes de hierro, mientras las frutas y verduras nadaban en tinas de espuma y desinfectante. Daba miedo tocar los periódicos y revistas y aterrorizaba pedir un domicilio. Se desconfiaba hasta del aire y pululaban testimonios aterradores por las redes, que anunciaban la letalidad del virus, sus mutaciones y la reincidencia. A fin de cuentas, resultaron todos ciertos.
Nos confinaron a indigestarnos de noticias sobre contagios y muertes. Nunca olvidaré las imágenes con una sucesión de ataúdes interminable, en Brasil. De repente descubrimos que no somos eternos y que vivíamos como si nunca fuéramos a morir. El atrincheramiento en los hogares condujo a cada uno a mirar su propia realidad a los ojos. A convivir con esposos e hijos, que en muchos casos, resultaron desconocidos por las largas ausencias laborales. Empezamos a valorar las largas jornadas de madres y empleadas lavando platos y preparando alimentos. Se intensificaron las tareas profesionales frente al computador y a su vez las múltiples interrupciones.
Aparecieron los síntomas de tristeza y desesperanza por el miedo a la muerte y quizás más aun, por el miedo a la ruina. A la no sobrevivencia por escasez de recursos y falta de empleo. La improvisación, a la que acudieron los líderes a nivel mundial, por falta de información veraz, aumentó los niveles de desconfianza de la población en sus autoridades.
Y ¿a nivel individual? La falta de referentes hizo que volviéramos la mirada sobre nosotros mismos y las infinitas posibilidades de creatividad que tiene cada ser humano para sobrevivir. Se podría afirmar que afloró lo peor y lo mejor de lo que somos. Cayó el telón. Los líderes de barro se ven claramente parados sobre arenas movedizas y se vuelve cada vez más evidente observar a los que recurren al engaño y la manipulación de la población más vulnerable. Los que explotan el sufrimiento ajeno, queriéndolo convertir en plataforma de destrucción de los valores que nos unen. Los que crean enemigos, los caricaturizan, los demonizan, los destruyen en las redes y después se presentan como redentores. Los que dan saltos mortales en sus posiciones ideológicas, buscando siempre al líder de turno, para sobrevivir gobierno tras gobierno. Es sano para la democracia, verlos en la desnudez de sus mezquinas ambiciones.
El coronavirus nos trajo al presente, nos puso polo a tierra y también polo al cielo. Nos despertó a la muerte para que no nos perdiéramos de la vida.