El jueves empieza formalmente el puente más largo del año. Corresponde a la Semana Santa, la más religiosa y católica de las conmemoraciones, lo que no impide que hasta ateos y protestantes se tomen esos días de asueto, como si creyeran en Dios o en la Divinidad de la Virgen María.
Los abuelos nuestros, al igual que los abuelos de nuestros abuelos, se la pasan renegando en contra de la Semana Santa actual porque ya no tiene la solemnidad de las de antes. Es cierto, pero es que ya nada es como era, afortunadamente. Los recuerdos de Semana Santa de quienes éramos niños en los no muy lejanos años setenta, son un tema en el que son más los temores que las alegrías frente a unos misterios religiosos que ni uno comprendía ni nadie se tomaba el trabajo de explicarle.
Hasta el miércoles todo era más o menos divertido, se sumaban la falta de clases y la reunión de los amigos en toda suerte de juegos. Pero desde el Jueves Santo iniciaba la tortura. Empezaban esas misas largas e interminables para cualquier niño. La del lavatorio de los pies, la visita de los monumentos, el viacrucis, etcétera. Desde el jueves a la tarde quedaba prohibido todo ruido y ni pensar en deportes. Ni baloncesto, ni fútbol, ni voleibol, nada que implicara golpear algo o hacer cualquier clase de ruido.
¿Ir a la piscina? Ni pensarlo, si uno se bañaba un Viernes Santo “se convertía en pescado”, decían los abuelos que los curas les habían dicho. Y se lo repetían a uno que de pequeño era aterrado de que en semejante día le pudieran salir escamas al menor contacto con el agua. El Viernes Santo era absolutamente silencioso. Era el día en el que uno de niño se enfrentaba solo a un enorme bocachico en el silencio absoluto de una mesa donde solo se escuchaban los carraspeos cada que alguien se atoraba con una espina, y la voz grave y el fraseo perfecto de Monseñor Augusto Trujillo Arango que desde Tunja y por Caracol duraba tres horas en el Sermón de las Siete Palabras. Y a las tres de la tarde, cuando terminaba Monseñor Trujillo, las mamás se lo llevaban a uno a oír el sermón local, otras ¡tres horas!
Lo malo de tanta religiosidad es que se quedó en el formalismo del rito o en la majestuosidad del espectáculo de los pasos del viacrucis o en la imagen de un Dios castigador que solo está pendiente de cobrarnos las faltas. La Iglesia logró transmitir todo, menos lo más importante, el contenido moral o la doctrina social del catolicismo. Cada personaje que se da golpes de pecho el domingo mientras el resto de la semana lo dedica a los actos de corrupción, o que llora frente al misterio de la crucifixión, pero no duda en crucificar a sus semejantes para quedarse con sus tierras o por lo menos con su honor, es un fracaso de la religiosidad que ha moldeado la moral de este país.
De tanto rezar se han olvidado de la advertencia de Jesús: “Por sus hechos los conoceréis”.
@Quinternatte