Aniversario Bartolino | El Nuevo Siglo
Viernes, 12 de Marzo de 2021

El colegio San Bartolomé, La Merced, está cumpliendo ochenta años de su refundación, ya que originalmente fue fundado por los padres Jesuitas en el año 1604. Tuvimos el honor de estudiar en sus aulas desde la primaria hasta nuestra graduación como bachilleres en 1957. Ser Bartolino fue una impronta familiar: un tío y mis dos hermanos menores también fueron alumnos del claustro, vecino del Parque Nacional, bajo la rectoría del Padre Arturo Montoya y la Prefectura del Padre Humberto Mejía. Ambos fueron nuestro faro moral y nuestros corazones les estarán eternamente agradecidos.

A pesar de vivir en Bogotá mis padres nos "internaron" durante todo nuestro periplo educativo. Era una costumbre que garantizaba una mayor disciplina y una mayor seguridad en la atención escolar. Sin embargo, fue una época verdaderamente inolvidable. Tanto que nuestros estudios universitarios continuaron bajo la vigilia Ignaciana en la Universidad Javeriana, donde estudiamos Derecho, Ciencias Políticas y Periodismo. El sistema pedagógico escolar nos permitía preparar nuestras clases, que duraban cuarenta y cinco minutos, durante otros cuarenta y cinco minutos en el salón de estudio. De esta manera era casi imposible no sacar provecho.

Nuestro fuerte nunca fueron las matemáticas pero si las humanidades. El Padre Rafael Granados, insigne historiador, nos permitió conocer hasta los más recónditos de nuestra formación histórica como país y el Hermano Becerra cuidaba, en compañía del padre Fernando Barón, que no olvidáramos la ética personal. Desde esa época comenzaron nuestras primeras aventuras periodísticas, no sólo colaborando con la Revista Juventud Bartolina sino creando un periódico estudiantil que presuntuosa pero orgullosamente titulamos El Demócrata.

Desde luego, todas esas enseñanzas y experiencias forjaron nuestra personalidad que nos permitió enfrentar los desafíos de la vida y prepararnos para una sociedad que, infortunadamente, se torna cada vez más escéptica y materialista. Esta evocación debe servirnos para dejar constancia de cómo una adecuada formación, fortalecida por nuestras creencias cristianas, nos permitieron, prepararnos para tantos avatares.

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Quizás el más alevoso y doloroso crimen que la guerrilla ha cometido es el reclutamiento criminal de centenares de jóvenes que adiestran como bandadas de criminales que han azotado todo nuestro territorio. Ciertamente, nadie ha podido establecer el número definitivo que el conflicto ha comprometido a niños y a adolescentes. Según lo ha establecido un enjundioso estudio, recientemente publicado por EL NUEVO SIGLO, no sólo la guerrilla sino los paramilitares movilizaron en sus filas asesinas a miles de inocentes que transformaron en "carne de cañón" en esta guerra fratricida.

Por su parte el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar ha cumplido una meritoria labor, cobijando bajo sus alas a muchos de estos reclutas de las Farc. El 70% de ellos han sido niños y el resto, niñas y mujeres. Para nuestra desgracia, quienes quieren pasar rápidamente estas páginas, sin siquiera leerlas y mucho menos ponerles atención, se han limitado a calificar este horrendo holocausto como "la violencia". Sin embargo, ha sido, y será, no sólo una mancha vergonzosa en nuestra propia idiosincrasia sino también una falencia gigantesca en la razón de ser como Estado.

Es inconcebible que en pleno siglo XXI, cuando deberíamos enorgullecernos como una sociedad moderna, estemos protagonizando escenas propias de las épocas cavernícolas. Aquí nos cabe responsabilidad y culpabilidad a todos. A los políticos, por no saber conducir al país y programarlo para la verdadera paz; al gobierno por no haber encontrado la instrumentación necesaria que termine con este desangre y también a nuestra falta de fe y esperanza en un futuro que podamos forjar más estable y más seguro para ser realidad los sueños de cincuenta millones de colombianos. Hay que acabar con el endémico y epidémico canibalismo.