EL ESTADO ISLÁMICO
Cómo no derrotarlo
La decapitación de David Haines (un cooperante británico secuestrado por los islamistas en Siria en marzo de 2013), difundida a través de Internet, ha sido la respuesta del Estado Islámico (IS, ISIS, ISIL, o como quiera que se elija abreviarlo en inglés) a la “estrategia” anunciada el pasado miércoles por el presidente Barack Obama para “degradar y destruir” esa estructura político-militar-terrorista que actualmente controla importantes zonas en Iraq y en Siria, y cuya creciente actividad y expansión ha puesto en grave riesgo la seguridad y la precaria estabilidad del Medio Oriente.
Cuando se está bajo una amenaza, la peor estrategia es no tener ninguna. Pero aún peor es vender a otros y aferrarse uno mismo a la idea de que se tiene alguna, cuando en realidad se carece de ella. Es precisamente lo que podría ocurrirle a EE.UU. y a los miembros (más o menos comprometidos) de la coalición forjada contrarreloj por el secretario John Kerry. Una estrategia supone fijar objetivos concretos y metas realizables, así como establecer la manera en que éstos van a lograrse, y definir criterios progresivos de éxito. En lugar de ello, lo que Obama ha ofrecido es una receta para el fracaso, en la que más allá de la retórica, las palabras caen en un vacío militar y político.
Para empezar, “destruir” al EI es virtualmente imposible; sobre todo si de entrada se niega su naturaleza y se insiste en enfrentarlo como si se tratara de una simple organización terrorista y no como un ejército insurgente. No ayuda soslayar el hecho de que los intereses particulares, los recelos mutuos, la intemperancia y el oportunismo geopolítico pesan más, en los cálculos de los miembros de la coalición, que el temor que les inspira el “califato”. Y mucho menos apostarlo todo a los ataques aéreos, a la precisión casi quirúrgica de los drones, descartando de plano el despliegue de tropas en el terreno, con el argumento de que se podrá “liderar desde atrás” la acción de la oposición siria (fragmentada, heterogénea, e inmune al fundamentalismo), de los iraquíes (los unos, los otros o los kurdos), o de las “potencias” regionales (¿cuáles, a qué costo, con qué apalancamiento para impedir su desbordamiento?), como si no estuviera en juego mucho más que dar de baja a al-Baghdadi.
Y para rematar, la variable faltante en la ecuación: ¿cómo enfrentar esos enclaves de radicalismo que medran hoy en Occidente, que engrosan las huestes del EI y que sobrevivirán incluso a su improbable destrucción?