Pena inútil
¿QUÉ tienen en común algunos tribunales de EE.UU., Corea del Norte, Irán, Bangladesh, Arabia Saudita, República Democrática del Congo, Yemen, Somalia y Sudán? Y qué tienen en común todos ellos con las prácticas “judiciales” del autodenominado “Estado Islámico” que decapita rehenes, despeña personas a causa de su orientación sexual y extermina cristianos con celo de holocausto? (Pero sobre todo: ¿cómo puede tener algo en común el sistema judicial de EE.UU. -la nación de los derechos inalienables, de la primera Constitución, de la judicatura independiente, del discurso de Gettysburg y de las cuatro libertades- con cualquiera de ellos?).
La respuesta es tan absurda como vergonzosa: estos Estados siguen aplicando, en pleno siglo XXI, la pena capital. Según un informe de Amnistía Internacional recientemente divulgado, el año pasado fueron ejecutadas en el mundo 607 personas, incluyendo algunos menores de edad; aunque por supuesto, el número exacto puede ser mucho mayor, pues las estadísticas excluyen a China (donde la pena capital se aplica bajo secreto de Estado) y a Corea del Norte (no hay necesidad, en este caso, de explicar la razón). En medio centenar de países se profirieron casi 2.500 sentencias de muerte. El gran número de quienes permanecen largos años en el limbo, a la espera del día fatal, evoca inevitablemente aquellos versos: “Hay condenas a vivir / aún peores que la muerte”.
¿Y para qué? La pena de muerte es una sanción completamente inútil: ni resocializa al criminal, ni restaura el derecho conculcado, ni restablece la convivencia quebrantada, ni reconcilia con las víctimas; y su eficacia disuasiva es harto discutible (a menos que se hiciera, al mejor estilo yihadista, de cada ejecución un espectáculo). También es tremendamente riesgosa, pues hace del error judicial una falla virtualmente irreparable. Además, es anacrónica, como los pelotones de fusilamiento revividos en Utah con la excusa de “humanizar” la muerte, o el delito de blasfemia que en otros lugares del mundo se paga en la horca. Pero sobre todo, la pena capital es nugatoria: ominoso tributo a la venganza y los prejuicios que sacrílegamente se ofrece en el altar de la justicia.
Por eso sorprende (o quizá no) que de tiempo en tiempo, emerjan las voces de quienes haciendo gala de su demagogia -más que de su inteligencia-, y de su oportunismo -más que de su responsabilidad cívica y política-, reivindican para la pena capital un lugar que ejecuciones y verdugos perdieron en Colombia hace más de una centuria, al menos en las providencias de los jueces.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales